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nº
37 julio 03
Siria, EE.UU. y
la ocupación de Iraq: el tenso equilibrio
Ignacio Gutiérrez de Terán*
>> La relación de Siria y Estados Unidos ha experimentado
una serie de transformaciones durante los últimos años.
Hasta 1990, Siria era para Washington uno de los gobiernos más
hostiles a su política exterior en Oriente Medio. Los responsables
estadounidenses, influidos casi siempre por el poderoso lobby político
proisraelí, consideraban que el gobierno de Háfez al-Asad
representaba un peligro para la estabilidad israelí en la región
y que convenía aislarlo y neutralizar sus posibles efectos. Israel
ocupaba por entonces y sigue haciéndolo los altos del Golán,
un estratégico y fértil enclave situado en la frontera entre
ambos países, y el gobierno se negaba a cualquier tipo de arreglo
que no pasara por la devolución incondicional de su territorio,
usurpado en la guerra araboisraelí de 1967. Además, Damasco
apoyaba públicamente la Intifada de las piedras palestinas, la
primera, iniciada en 1987, y mantenía a la vez con el régimen
de Tel Aviv un pulso subterráneo en Líbano. Por estas razones
y otras que no afectaban en exclusiva los intereses de su aliado estratégico
israelí, Washington mantuvo a Siria en la lista de países
que apoyaban el terrorismo e impulsó una serie de medidas políticas
y económicas contra el gobierno de Damasco.
1990:
Un punto de inflexión
Sin embargo, la invasión de Kuwait por parte del ejército
iraquí en agosto de 1990 dio pie a un cambio de rumbo en la relación
entre ambos países. De forma sorpresiva, el presidente Háfez
al-Asad decidió incorporarse a la coalición de países
árabes que participó en la campaña de desalojo de
las tropas iraquíes en 1991. En realidad, esta participación,
lo mismo que la egipcia, fue más bien testimonial, pero tuvo una
enorme repercusión política y permitió conceder una
legitimidad oficial árabe a la guerra de Bush padre.
Además de influir de manera notable en la toma de decisiones dentro
de la Liga Árabe, permitió la aparición de un nuevo
eje egipcio-sirio-saudí, que fue el que posibilitó en buena
medida el progreso diplomático, político e incluso militar
de EE.UU en Oriente Medio a lo largo de los noventa. Las motivaciones
que empujaron a al-Asad a alinearse con la estrategia estadounidense pueden
ser varias, y van desde el deseo de sacudirse el aislamiento regional
a intentar fortalecer las posiciones sirias respecto a su contencioso
israelí frente al árbitro estadounidense. También
hay que tener en cuenta los intereses particulares sirios en Líbano:
el apoyo de al-Asad posibilitó que Washington no pusiese objeciones,
al menos en público, a la presencia militar siria en este país
y ejerciese las presiones necesarias sobre Israel para que no desestabilizase
el papel sirio en Líbano. Por otra parte, no hay que olvidar que
el gobierno sirio no tenía ninguna simpatía por su homólogo
iraquí, tal y como se había demostrado durante la guerra
iranoiraquí de 1980 a 1988 en la que Damasco se había alineado
con Irán en contraste con la gran mayoría de los estados
árabes.
De
la invasión de Kuwait a la ocupación de Iraq
Desde la Guerra del Golfo de 1991 hasta hoy, algo ha cambiado en la relación
de EE.UU con Siria. Damasco adquirió un protagonismo especial en
materia de seguridad regional. Para Washington, Siria debía desempeñar
una función de contención en un momento en que se iniciaba
el proceso de paz entre israelíes y palestinos. Damasco participó
en la Conferencia de Madrid de 1991 y siguió las pautas marcadas
por EE.UU sobre los planes de reorganización de Oriente Medio;
sin embargo, cuando el proceso derivó en un diálogo a dos
bandas entre palestinos e israelíes, Damasco condenó los
arreglos y criticó con dureza la posición de Arafat y su
Autoridad Nacional estrenada a mediados de los noventa. Con todo, Siria,
a cambio de conservar su ascendente en Líbano, no interfirió
en este proceso. Por otro lado, el apoyo prestado a la primera guerra
contra Iraq permitió que Damasco reforzase sus vínculos
con las monarquías del Golfo, con Arabia Saudí y Kuwait
a la cabeza, y recibiese apoyo económico y diplomático de
los grandes aliados árabes de EE.UU en la región junto con
Egipto. Los atentados del 11 de septiembre de 2001 dejaron ver a EE.UU
que podía contar con Siria para su campaña contra el terrorismo
internacional. En cualquier caso, y a pesar de que tras el 11-S los responsables
estadounidenses alabaron el espíritu de colaboración de
Damasco, Siria no ha dejado de estar en la lista negra de los países
que apoyan el terrorismo.
Este acercamiento entre Siria y EE.UU pareció enfriarse a inicios
del S. XXI. La muerte de Háfez al-Asad en 2000 y la llegada al
poder de su hijo Bashar no deparó grandes cambios en la política
exterior siria pero sí registró cierto enfrentamiento dialéctico
con la estrategia estadounidense para la región. Bashar al-Asad
criticó con dureza la intransigencia israelí y los excesos
de su ejército en Gaza y Cisjordania (la Intifada de al-Aqsa se
inició a finales de septiembre de 2000). En abril de 2000 el ejército
israelí abandonó el sur libanés bajo la presión
de las milicias de Hizbolá, apoyadas por Siria e Irán. Los
sucesos del 11-S hicieron que Washington intensificase sus acusaciones
contra Hizbolá y presionase a Damasco para que se desvinculase
de este grupo chií. No obstante, no sería ni la Intifada
de al-Aqsa, aún en curso, ni la cuestión de Hizbolá
lo que tensaría las relaciones de Siria con EE.UU sino los planes
estadounidenses para invadir Iraq y acabar de una vez por todas con Saddam
Husein.
Desde que la Administración Bush comenzó a poner a punto,
en 2002, su proyecto bélico contra Iraq, Siria respondió
en un tono que dejaba ver su honda preocupación por la expansión
hegemónica de EE.UU en la región. A diferencia de 1991,
Damasco no veía ahora qué ventajas palpables podía
obtener de un posible alineamiento con EE.UU, sobre todo porque su principal
aliado, Irán, estaba en el ojo de mira estadounidenses en su condición
de miembro del eje del mal, y porque su presencia en Líbano y sus
vínculos con Líbano estaban siendo criticados. Además,
el orden geoestratégico había sufrido un vuelco en diez
años. Tras las guerras de Kuwait en 1991 y Afganistán en
2001, Oriente Medio ya no era coto vedado para el Pentágono: las
bases militares, en el Golfo, en Afganistán, en las repúblicas
ex soviéticas, se habían convertido en un accidente geográfico
más y no había país inmune a una intervención
militar directa por parte de EE.UU. Con razón, Siria consideró
que la campaña contra Iraq no era un punto y aparte sino una etapa
más en el gran proyecto de expansión estadounidense y que
después, de un modo u otro, habría de llegarle su turno.
Por ello, y enardecido por la postura de Francia y Alemania en el seno
de Naciones Unidas, Damasco hizo gala de una actitud inusualmente hostil
a las maniobras de Washington en el Consejo de Seguridad y criticó
abiertamente las justificaciones bélicas de los representantes
estadounidenses. El rechazo de los representantes sirios a la resolución
1444 despertó las iras de los halcones de Washington, que reclamaban,
antes ya de la invasión de Iraq, un correctivo para Siria. Ésta,
además, reforzó sus vínculos con el gobierno iraquí
y emprendió una labor de reconciliación que incluía
proyectos de cooperación económica. Desde hacía años
no se veía una concordia similar entre ambos estados. No obstante,
los movimientos sirios no consiguieron, ni en las Naciones Unidas ni fuera
de ellas, evitar la invasión de Iraq.
Iraq
ocupado, Siria en el punto de mira
Antes y durante de la guerra contra Iraq se presuponía que la campaña
continuaría con Siria. Nada más caer Bagdad, la Administración
Bush lanzó un ataque furibundo contra Damasco basándose
en líneas maestras ya conocidas: desarrollo de armas de destrucción
masiva, actitud amenazante hacia el gran aliado de Estados Unidos en Oriente
Medio, Israel, connivencia con el régimen de Saddam Husein, apoyo
a los grupos terroristas islámicos, etc. Los medios de comunicación
de EE.UU caldearon el ambiente prebélico contra Siria hasta el
punto de que hizo creer a muchos que el conflicto era inminente. Pero,
a pesar de tanta altisonancia, Washington no pretendía otra cosa
que advertir a Damasco de que no iba a tolerar más veleidades y
de que sus planes para Palestina y el cerco de las organizaciones palestinas
opuestas al plan de paz no debían ponerse en duda. Por esa razón,
Damasco recibió la visita de varios ministros de Exteriores occidentales,
entre ellos la española, con el encargo de entregar el mensaje.
El mismo Colin Powell acabó recalando en Damasco, una vez contenido
el temporal, para reconocer los esfuerzos de Damasco en la lucha internacional
contra el terrorismo. En respuesta a las quejas estadounidenses sobre
las facilidades dadas a los fugitivos del régimen de Bagdad, Siria
cerró las fronteras con Iraq, devolvió a algunos representantes
iraquíes de cierta importancia e invitó a las delegaciones
de Hamás y Yihad, dos organizaciones islamistas palestinas acusadas
de terroristas por la Casa Blanca, a poner fin a sus actividades. Además,
el embajador sirio ante las Naciones Unidas no puso objeciones a la resolución
1483 que sancionaba la ocupación de Iraq por parte de Estados Unidos
y Damasco prefirió guardar silencio sobre lo que ocurría
dentro del país vecino. Por lo que hace a los planes de pax americana,
la postura siria experimentó un cambio notable. No sólo
se declararon dispuestos a aceptar el Plan de Ruta, disposición
inaudita si tenemos en cuenta las reticencias crónicas de Damasco
a los proyectos de arreglo en Palestina, sino que el mismo gobierno de
Damasco dijo estar dispuesto a reanudar las conversaciones con Israel
sobre el principio paz por territorios.
Como en otras ocasiones, Siria ha acabado reculando ante la presión
de EE.UU. Sin embargo, hay un expediente que sigue constituyendo, por
razones que afectan a la propia seguridad nacional siria, una línea
roja. Nos referimos a Hizbolá, cuya oposición tajante a
los acuerdos de paz y su apoyo a la resistencia palestina son motivo de
preocupación para EE.UU. Bachar al-Asad afirmó durante las
semanas siguientes a la invasión de Iraq que su gobierno no pensaba
abandonar a Hizbolá, cuyos dirigentes siguen reclamando a Israel
una pequeña porción del sur libanés. La vinculación
de Hizbolá con Siria y sobre todo con Irán es tan robusta
que a nadie se le escapa que una escalada de tensión unilateral
entre EE.UU y cualquiera de los dos Estados o Hizbolá tendrá
repercusiones a tres bandas. De hecho, la Administración Bush ha
instado al gobierno libanés, durante y después de su campaña
mediática contra Siria, a poner fin a la libertad de movimientos
de Hizbolá en el sur del país. Beirut, alentada por Siria,
se ha negado a ello. Por ahora, la Hoja de Ruta y la reducción
de la oposición palestina a los planes injustos y lesivos que se
quieren imponer a favor de Israel se llevan toda la atención de
la Administración Bush. Pero, en cuanto reanude su zafarrancho
en todos los órdenes contra lo que denomina terrorismo internacional,
Siria, esta vez en relación con Hizbolá volverá a
estar en primera línea. ...
* Profesor del Departamento
de Estudios Árabes e Islámicos de la Universidad Autónoma
de Madrid y miembro del Consejo Editorial de la revista Nación
Árabe
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