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nº
38 septiembre 03
La
posibilidad de juzgar a los genocidas argentinos en su propio país,
más cerca que nunca tras la anulación de las leyes de Obediencia
Debida y Punto Final
¿El fin de la impunidad en Argentina?
ARTURO PRAT
>> César Sebastián Castillo, de 27 años de
edad, supo hace cuatro meses que su verdadero nombre es Horacio Pietragalla
Corti y que sus padres biológicos fueron dos de los 30.000 desaparecidos
durante la última dictadura militar argentina (1976-1983). Hace
apenas unos días un juez le comunicó que recibiría
el cuerpo de su padre, un dirigente montonero asesinado en 1975 por la
Triple A, cuyos restos acaban de ser identificados por los antropólogos
forenses que trabajan en las exhumaciones de las fosas comunes del cementerio
de San Vicente, Córdoba. Casos como éste demuestran que
en Argentina, a 20 años del fin de la última dictadura,
todavía se busca a los desaparecidos y a sus descendientes.
Las heridas abiertas por los militares siguen abiertas, porque el recuerdo
de sus crímenes es una de las pocas cosas que no pudieron hacer
desaparecer. La dictadura todavía duele. Pero no duele sólo
por los desaparecidos, los asesinados, los secuestrados, los torturados,
los encarcelados o los exiliados; duele también por el modelo económico
que el genocidio y el terrorismo de estado ayudaron a imponer, y por el
clima de impunidad que se generalizó tras la falta de castigo a
sus responsables. Y es que neoliberalismo e impunidad han sido los ingredientes
clave de la crisis económica que atraviesa el país.
Genocidio. Neoliberalismo.
Impunidad.
La represión desatada por los militares allanó el terreno
de la contestación social y permitió aplicar sin apenas
oposición la doctrina económica propugnada por la Escuela
de Chicago. La liberalización y la apertura financiera impuestas
en 1976 no tuvieron otro resultado que el crecimiento de la especulación,
el endeudamiento externo, la desindustrialización y la destrucción
de empleo. Los gobiernos democráticos, condicionados por la presión
de los acreedores de la fenomenal deuda externa legada por la dictadura,
se vieron obligados a continuar la misma política económica.
Sin duda, el más fundamentalista de todos ellos fue el de Carlos
Menem, quien, durante sus diez años de mandato (1989-1999), impuso
la convertibilidad dólar-peso y privatizó la mayor parte
de las empresas públicas. Pero no hay que olvidar que el principal
artífice de esas medidas fue Domingo Cavallo, el mismo personaje
que presidió el Banco Central los últimos meses del gobierno
militar y que ocupó la cartera de economía durante el mandato
de Fernando de la Rúa, el hombre que ganó las elecciones
prometiendo acabar con todo residuo del menemismo. La ortodoxia consagrada
en 1976, así pues, mantuvo su continuidad hasta la insurrección
social de diciembre de 2001.
Por otra parte, las leyes de Obediencia Debida y Punto Final aprobadas
por el presidente Raul Alfonsín en 1987 bajo la presión
de distintos alzamientos militares, limitaron los juicios por los crímenes
de la dictadura a los mandos superiores de la jerarquía castrense,
y el posterior indulto de Menem puso en libertad a los pocos militares
que habían sido condenados. Estas medidas consagraron la idea de
que los crímenes cometidos desde el poder jamás serían
objeto de castigo y propiciaron un clima de corrupción generalizada
que afectó a casi todas las instituciones del estado y, entre otras
muchas cosas, permitió la venta del patrimonio público a
precios irrisorios.
La combinación de genocidio, neoliberalismo e impunidad produjo
la crisis actual: Argentina es hoy un país con un 20 % de desempleo
y con más de la mitad de la población por debajo del umbral
de la pobreza. Por eso, el fin de la impunidad significa mucho más
que el encarcelamiento de los civiles y militares comprometidos con la
represión durante la última dictadura; es también
una manera de contribuir a poner freno a las dinámicas socioeconómicas
que condujeron al país al abismo.
El efecto Kirchner
La anulación de las leyes de Obediencia Debida y Punto Final aprobada
por el poder legislativo argentino el 21 de agosto no hubiera sido posible
si el nuevo presidente, Néstor Kirchner, no hubiera presionado
a su propio partido para que votase a favor. Es cierto que la medida que
desencadenó las votaciones parlamentarias la detención,
semanas antes, de 46 represores ordenada por el juez federal Rodolfo Canicoba
en cumplimiento de una orden internacional emitida por Baltasar Garzón
no gustó al nuevo presidente, pero la razón de ello era
que aceleraba los tiempos que él mismo se había marcado
no una oposición a reabrir el debate sobre los crímenes
de la dictadura. Hasta el momento, los gestos y declaraciones de Kirchner
parecen encaminados a acabar con la impunidad y a hacer posible que se
juzgue en Argentina a los responsables de la dictadura.
Antes de las elecciones nadie se hubiera atrevido a vaticinar que Kirchner
se enfrentaría a la cúpula militar nada más asumir
la presidencia, que iniciaría el juicio político contra
la corrupta Corte Suprema, que no se plegaría automáticamente
a la voluntad de las empresas multinacionales y a los designios del FMI
y que lucharía contra el clima de impunidad. El nuevo presidente
llegó al poder sin otro mérito que el de no ser Menem todavía
repudiado por buena parte de la sociedad argentina, la misma que lo encumbró
en dos ocasiones en la década de los 90 y aparecer avalado
por el aparato justicialista, en manos del más que turbio presidente
de transición Eduardo Duhalde. Kirchner representaba
tanto la continuidad de una política económica pragmática,
alejada de la ortodoxia neoliberal, implantada por su antecesor tras el
traumático fin de la convertibilidad en diciembre de 2001, como
la continuidad de una clase política que había resistido
a las movilizaciones populares que se produjeron bajo la consigna que
se vayan todos [los políticos].
Su inesperado comportamiento como presidente obedece tanto a su compromiso
como a su estrategia política. Kirchner es el primer jefe de estado
que pertenece a la generación que se enfrentó mayoritariamente
a la dictadura. En su juventud participó en los movimientos peronistas
de izquierda en La Plata y tras el golpe militar tuvo que regresar a su
provincia natal, Santa Cruz. No es de extrañar, pues, que no sienta
ninguna simpatía por los militares y contemple con alegría
su enjuiciamiento. Por otra parte, Kirchner sabe que sólo haciendo
una política claramente diferenciada de la de su padrino político
y antecesor, puede aparecer ante la opinión pública como
un presidente independiente, y que sólo integrando parte de las
demandas sociales en las movilizaciones populares puede ganar apoyo social.
Hasta dónde está dispuesto a llegar es una incógnita
y los movimientos sociales argentinos, si bien aplauden algunas de sus
medidas, no se dejan llevar por la euforia. Además, saben que Kirchner
no está solo. Pese a ser la República Argentina un sistema
presidencialista, su poder no es ilimitado. Ante todo, ha de negociar
con su propio partido, en el que no cuenta con demasiados fieles y que
votó la nulidad de las leyes de impunidad por disciplina más
que por convencimiento. No hay que olvidar que se trata del mismo Partido
Justicialista que apoyó los indultos de Menem y se opuso repetidamente
a las iniciativas anteriores para conseguir la nulidad de las leyes de
anmistía.
En manos de la
Corte corrupta
En el caso de la impunidad, además, la última palabra la
tiene la Corte Suprema de Justicia, que debe decidir sobre la constitucionalidad
de la anulación de las leyes dictadas por Alfonsín. Este
órgano fue una pieza clave en el engranaje del poder de Carlos
Menem, quien durante su mandato reformó sus normas de funcionamiento
y se aseguró en ella un respaldo mayoritario. Así, en la
década menemista la Corte se vio implicada en múltiples
casos de corrupción relacionados con el entramado de poder del
entonces presidente. Sus actuaciones partidistas le ganaron el repudio
social y la enemistad del sector del justicialismo liderado por Duhalde
y enfrentado con Menem. Por eso, al asumir la presidencia, Kirchner inició
el juicio político parlamentario único mecanismo para
destituir a un juez de la Corte Suprema contra dos de sus miembros:
el presidente, Julio Nazareno, que dimitió hace unos meses ante
la presión política y social, y el magistrado Eduardo Moliné
OConnor, que sigue en funciones pese a estar procesado. Por otra
parte, los tres jueces de la Corte que ya eran miembros en 1987 votaron
en aquel entonces a favor de la constitucionalidad de las leyes de amnistía
y no son partidarios de cambiar su decisión. Todo parece indicar,
por tanto, que el máximo organismo judicial argentino no es muy
proclive a secundar la decisión de Kirchner.
No obstante, es difícil pensar que la Corte se atreva a enfrentarse
públicamente al presidente sin contar con ningún apoyo en
el exterior. Lo más probable, pues, es que la mayoría de
sus magistrados opte por dilatar el proceso el máximo de tiempo
posible.
Aznar y Garzón
Por otro lado, la decisión del gobierno de Aznar de no tramitar
la solicitud de Garzón para la extradición de 39 represores
detenidos, puede ralentizar todavía más el proceso. Desde
su inicio, la causa contra la dictadura militar argentina abierta en la
Audiencia Nacional ha influido positivamente en la reactivación
de iniciativas judiciales y legislativas contra la impunidad en el propio
país austral. Si en 1997 esta causa facilitó el inicio de
los juicios de la verdad y los procesos por el secuestro y
la apropiación ilegal de los niños nacidos en los campos
clandestinos de detención que existieron entre 1976 y 1983, ahora
la solicitud de extradición permitía argumentar ante los
militares y los sectores sociales menos dispuestos a revivir el
pasado que, puesto que de todos modos los represores iban a ser
procesados en España, la mejor solución era derogar las
leyes de amnistía para que al menos fuesen juzgados en su propio
país.
La decisión del gobierno español, fundamentada según
el nuevo presidenciable, Mariano Rajoy, en la firme convicción
de que los militares serán juzgados en Argentina, por tanto, no
hace otra cosa que entorpecer esa posibilidad. Así, pese a las
maniobras de Garzón, que en esta causa siempre ha mantenido un
pulso con el ejecutivo y los fiscales Fungairiño y Cardenal, los
represores militares han quedado en libertad.
El país
de los mil demonios
Al mismo tiempo, los sectores conservadores argentinos tratan de entorpecer
el avance de la lucha contra la impunidad resucitando, de la mano del
juez Claudio Bonadío, la teoría de los dos demonios, aquella
que sostiene que en los años 70 la sociedad argentina fue víctima
de extremistas de uno y otro bando: el ejército y los paramilitares,
por un lado, y el terrorismo de izquierdas por otro. Dicho
planteamiento no sólo exculpa a múltiples sectores sociales
con alguna responsabilidad en la represión como la Iglesia,
las asociaciones empresariales, las burocracias sindicales, buena parte
de la judicatura, etc. sino que equipara tanto los motivos como
la proporción de la violencia ejercida desde el estado con la violencia
de quienes se opusieron al golpe militar. Así, la justicia ha ordenado
la detención de los tres máximos ex dirigentes de la guerrilla
peronista Montoneros por considerar que la orden de reingreso en el país
de una decena de militantes en 1980, que fueron secuestrados y asesinados
por el Ejército, constituye un posible delito de complicidad con
el régimen. Sin duda, estas personas son responsables de la bochornosa
y delirante estrategia militarista que llevó al aniquilamiento
de su organización y costó un gran número de vidas
humanas, pero ese tremendo error no los iguala a quienes diseñaron
y ejecutaron la represión de los años 70.
Así las cosas, los movimientos contra la impunidad, las organizaciones
pro Derechos Humanos y algunas fuerzas políticas siguen presionando
en Argentina para lograr que se haga justicia. De momento han conseguido
que la Corte Federal se haya comprometido a reabrir dos de los expedientes
más importantes relacionados con la dictadura y presionan en el
parlamento para conseguir la nulidad del indulto dictado por Menem, aunque
esta vez no cuentan con el apoyo del justicialismo.
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