BAILAR
Tuvimos suerte. Nos coincidió la adolescencia con la transición. El gris de los últimos años de Franco no nos había empañado la vista. Llegamos con los ojos cristalinos y se nos ofreció el mundo, un sinfín de cosas por hacer, aunque todos los días encontráramos cosas recién hechas.
Empezamos a viajar. No había que irse muy lejos: Cataluña, Navarra, Euskadi, Francia. Gabachos y polacos, ¿por qué despreciar lo que se envidia? La envidia no es siempre mala, a nosotros nos marcaba un reto.
Había que bailar. En Aragón se daba la sublimación de la jota, según parecía, los últimos mil años. Mirábamos con envidia cómo una plaza entera se unía en círculo y danzaba con pasos suaves al ritmo de una música tranquila. Nada de piernas de acróbatas ni venas a punto de reventar.
Tuvimos que desempolvar muchas memorias. Tuvimos que contárselo a mucha gente. Y todos estaban tan ávidos como nosotros de cogerse de las manos y danzar juntos. Sólo querían que alguien les dijera qué hacer.
Así llegamos al día. Nos habíamos atrevido, a pesar de algunos ánimos contrarios, y, a través del CIPAJ, sacamos un cartel con una convocatoria hermosa: venid y bailaremos juntos, estaremos todos.
Quedamos pronto en La Milagrosa, luego en el local de la PAI, en el centro. Allí dejábamos las fundas de las gaitas y los guitarricos y echábamos a andar hacia la plaza, llenos de incertidumbre. No habíamos pedido nada, ni escenario, ni micros, sólo que viniera la gente. Y vaya si vino. Casi no podemos entrar en la plaza Santa Cruz. Nos tuvimos que acabar subiendo a un banco y gritábamos las instrucciones de cada baile: el ball plla, el tin-tan, el tatero… Parece mentira pero, a pesar del gentío, todo el mundo escuchaba los pasos y seguía la música.
Estábamos muchos tocando también, así que, de vez en cuando, podíamos salir a bailar. Viejas ya frustraciones de músico que algunos habíamos querido superar siguiendo cursillos de baile de salón, toda una modernidad entonces.
Recuerdo elevarme del suelo bailando el vals con Chema, aprender la rumba siguiendo los pies de Jota o desmayarme de gozo con una habanera en los brazos profesionales de Carles Mas. Era un 22 de noviembre, pero no recuerdo el frío o la niebla, sólo las emociones, una detrás de otra, como mis pasos dóciles detrás de los de mi pareja.
Aquello había que repetirlo, que perpetuarlo. Siguieron muchas veladas más al refugio, más tarde, de la capilla del antiguo mixto 4; resultaba un marco mágico. Allí se forjaron idilios y compañías que aún hoy perduran.
Bailar es desatar el último nudo del alma. Vuelvo a desatarlo cada vez que el recuerdo de esa primera tarde llega hasta mí.
Leonor Bolsa Remón