BAJO EL PESO DE LA LEY: AUTOINCULPARSE PARA NO MORIR
Crecí en una España en la que la vida de la mujer estaba totalmente subordinada al varón. En la familia y en la escuela se inculcaba a las niñas que el objetivo de la vida de una mujer era ser madre y esposa. Lo normal era que en una familia estudiasen los hijos varones, pero no las hijas; éstas o se quedaban en casa, si la situación económica de la familia lo permitía, o buscaban un trabajo que no requiriera ninguna cualificación, para dejarlo en cuanto consiguieran casarse, que era lo que se consideraba la verdadera carrera de una mujer.
Yo no fui consciente de ello hasta que llegué a la Universidad -1967/1972-. En la única facultad en la que había mayoría de universitarias era en la de Filosofía y Letras. En Derecho y Medicina el porcentaje de las chicas no llegaba al 20% y en Ciencias era menor al 5%. Salvo honrosas excepciones, a los catedráticos les molestaba nuestra presencia porque creían que no era propio de nuestra «condición femenina» o que era una forma de pescar marido. Tuvimos que demostrarles que si habíamos decidido estudiar era porque éramos capaces y porque queríamos trabajar. De hecho el porcentaje de chicas que terminaban la carrera era mayor que el de nuestros compañeros y con mejores calificaciones. Y también participamos en mayor número en el movimiento político que se iba gestando en la Universidad.
Mi conciencia política y feminista empezó a desarrollarse en esos años, al conocer en profundidad la legislación que afectaba directamente a todos los españoles y que no hacía sino refrendar y perpetuar la discriminación de la mujer. Hoy no recordamos que, hasta 1981, el matrimonio significaba la «muerte civil» de la esposa quien, de ser un sujeto pleno de derecho -aun cuando alcanzaba la mayoría de edad más tarde que el varón- se convertía en una especie de incapaz, asimilado a los incapacitados psíquicos, que necesitaba la asistencia del marido para cualquier acto jurídico. Podía ser la titular formal de un patrimonio, pero no podía administrarlo ni enajenarlo a su interés y conveniencia. Podía tener hijos, pero quien fijaba las pautas de educación era el marido.
La traducción a la vida cotidiana de esa legislación era que la mujer casada no se atrevía a tener ninguna iniciativa que no fuera aprobada por su marido, que debía seguirle allá donde él decidiera fijar su residencia, sin poder oponerse legalmente, que no podía trabajar ni disponer de una cuenta corriente, ni aceptar una herencia si no era con permiso del marido y tampoco podía ejercer ninguna autoridad sobre los hijos sin su consentimiento.
En el ámbito del derecho penal no salíamos mejor paradas. Se nos decía que el derecho penal protegía más a la mujer, pero en realidad el bien jurídico protegido era el honor del padre o el marido y la legitimidad de la descendencia. Así, sólo se aplicaba la pena máxima en los llamados delitos contra el honor cuando había penetración vaginal y se castigaba muy levemente cuando había abusos sexuales o vejaciones sexuales o incluso violación anal, sin importar circunstancias, que podían llegar a ser una auténtica tortura.
La infidelidad matrimonial estaba tipificada como delito, pero con un tratamiento totalmente diferente dependiendo de si la persona casada infiel era la mujer o el hombre, hasta el punto de que había dos delitos, castigados con la misma pena (de seis meses y un día a seis años de prisión menor): el de adulterio, que lo cometía la mujer casada y el varón que había yacido con ella, aun cuando fuera una sola vez, y el de amancebamiento, que lo cometía el hombre casado y la manceba que vivía con él en la misma casa de forma conocida. Merece la pena destacar que se tipificaba como el mismo tipo de falta, y por lo tanto con igual pena, que el marido pegase a la mujer, mientras que bastaba que ésta le insultase. O que en el uxoricidio (matar al cónyuge) podía ser una eximente total encontrar a la mujer en la cama con otro hombre, pero no al revés. En las leyes laborales existía el derecho a la dote, que era un despido encubierto a la mujer trabajadora que contraía matrimonio.
El estudio de esas leyes me decidió a ejercer la abogacía. Monté un despacho junto con dos compañeros de la facultad y empezamos, como casi todo en la vida, con muy pocos medios y con muchas ganas; el principal objetivo que nos alentó fue la defensa de los intereses de los más débiles en el sistema: ellos, los trabajadores en los conflictos laborales y yo, las mujeres en los conflictos matrimoniales.
Nuestra actividad era frenética, porque entre los tres estábamos en todos los frentes de izquierdas que había en la ciudad: sindicatos, partidos políticos y asociaciones de mujeres. Nuestro despacho, en la calle de Santiago nº 27, en aquellos momentos de efervescencia entre la legalidad y la clandestinidad, fue el domicilio social de multitud de asociaciones de toda la ciudad. No parábamos; la actividad continuaba durante los fines de semana, porque nos dedicábamos también, como correspondía al momento, a dar charlas en las asociaciones de todos los barrios de Zaragoza y por los pueblos de alrededor.
Ingresé en la Comisión de Mujeres Juristas e intervine en debates para la modificación del Código Civil de mayo de 1975, asesoré a la Asociación de Mujeres Separadas y, junto con otras mujeres de diferentes partidos políticos aún en la clandestinidad, fundamos la Asociación Democrática de la Mujer Aragonesa en abril de 1976, interesadas por lo que entonces llamábamos la «cuestión de la mujer». Nos definíamos como una asociación unitaria, interclasista, independiente y democrática. Nuestros objetivos eran la derogación de las leyes discriminatorias, tanto en el ámbito civil, como en el penal y el laboral, la reivindicación de un puesto de trabajo para la mujer y la igualdad en la educación y formación profesional y laboral.
La Asociación Democrática de la Mujer Aragonesa, ADMA, fue el primer grupo feminista de la transición en Zaragoza. En el otoño caliente de 1976 y todavía sin legalizarse, se lanzó a la plaza pública de una manera vertiginosa. Ideó y organizó una campaña que tuvo repercusión a nivel nacional e internacional y que fue decisiva para la erradicación del Código Penal de los delitos de adulterio y amancebamiento. El motivo fue el procesamiento por el delito de adulterio de una joven mujer zaragozana, a la que yo representaba. Las acciones de ADMA denunciando la situación de discriminación -con la recogida de las mil cien firmas en aquellos momentos en los que salir a la luz podía ocasionarte graves trastornos- en un manifiesto dirigido al Ministerio de Justicia y otros organismos estatales tuvieron tal impacto, nacional e internacionalmente, que convirtieron este juicio, el primero por adulterio en la naciente democracia, en una cuestión política. La mujer fue absuelta e inmediatamente después el Gobierno presentó un proyecto de ley de despenalización de los delitos de adulterio y amancebamiento, que fue aprobado en octubre de 1978.
Pero quizás, lo más significativo de todas estas acciones, fue la forma en que las mujeres conseguimos entrar de manera activa y con poderío en la política y, además, para mayor escándalo, en los titulares de todos lo medios de comunicación, inaugurando una forma de lucha que luego se ha incorporado a otras protestas y campañas de reivindicación, como el aborto libre o la insumisión al ejercito. Me refiero a la estrategia de la autoinculpación, es decir, atreverse a manifestar públicamente que todas hemos cometido ese acto, que todas somos culpables, según la legislación vigente. El eslogan «Yo también soy adúltera» tuvo un significado simbólico muy importante para el movimiento de mujeres en particular y los movimientos sociales en general. En aquel momento era una forma de decir: estamos todas en lo mismo. Si juzgan a esta mujer, júzguennos a todas, llenen las cárceles de mujeres y asuman las consecuencias. De este modo se quitaba toda la credibilidad y el poder a esa normativa legal y social por obsoleta, retrógrada y fuera de la realidad.
La ADMA, cuyo funcionamiento había sido ejemplar tanto en su formación como durante el año que aproximadamente duró la campaña, se disolvió porque las mujeres pertenecientes a partidos políticos pretendían imponer sus criterios en el funcionamiento de la misma y el resto no lo permitió. Las compañeras de ADMA crearon otras asociaciones que siguieron funcionando en los siguientes años, tales como Unión de Mujeres por su Liberación, Asociación Aragonesa de la Mujer y el Frente Feminista.
Por mi parte contacté con diferentes abogadas de todo el país que, como yo, comprobaban día a día la discriminación legal que sufría la mujer. Nos reuníamos en el despacho de Cristina Alberdi, Consuelo Abril y Ángela Cerrillos. Propusimos enmiendas al Proyecto de Modificación del Código Civil de 1981, compartimos experiencias, casos, y tomamos decisiones conjuntas sobre acciones determinadas que influyeron en la modificación de las leyes. También nos propusimos como meta la participación en los Colegios de Abogados, y de hecho yo fui diputada en dos ocasiones en la Junta del Real e Ilustre Colegio de Abogados de Zaragoza, en una de ellas como compañera de Junta y en otra como partícipe de la candidatura a Decano del actual Presidente de la Abogacía, don Carlos Carnicer.
Entre las acciones más destacables recuerdo la interposición simultánea en varias ciudades españolas de querellas por abandono de familia por impago de las pensiones de alimentos -a pesar de que no estaba contemplado como delito- hasta que conseguimos que, aún antes de que se tipificara como tal, se admitieran algunas de las querellas a trámite y, en algún caso flagrante de abandono económico, se condenara. O la denuncia sistemática de sentencias en la que no se admitía la separación por una interpretación restrictiva de la ley, hasta el punto de que un parricidio frustrado a una mujer no fuera estimado como causa de separación porque había ocurrido en una sola ocasión.
Pero, independientemente de todas las acciones llevadas a cabo sin ningún tipo de organización jerárquica, contar con el apoyo de unas compañeras que se encontraban, día a día, con los mismos problemas que yo, fue decisivo para poder seguir durante muchos años con una lucha por los derechos de la mujer en un entorno social y político en el que éstos eran los primeros que caían en las negociaciones.
Mi mayor orgullo es haber contribuido a cambiar la situación de la mujer a través de una dura lucha con otras muchas mujeres de diferentes ideologías y partidos políticos por un objetivo común: que haya dejado de ser ciudadana de segunda categoría.
Gloria Labarta