CAMBIAR LA VIDA
En 1975 militaba en el PCE. Me gustaba colaborar con su aparato de propaganda, pese a sentirme un poco encorsetado. Me apasionaba elaborar llamadas útiles para carteles ilustrados, como «Ven con nosotros a cambiar la vida» (contra la asfixia totalitaria) o «Ven con nosotros a matar la muerte» (en alusión al terrorismo). Había comprendido que no es misión de un poeta lírico transformar el mundo sino poetizarlo. Me sentía muy bien propiciando el abrazo entre pensamiento y acción.
Pero más que una militancia de partido, la mía era una militancia de conciencia individual en constante manifestación, convencido de que expresarse es vivir. Necesitaba desarrollarla dentro y fuera de mí, dentro y fuera del partido, desde una libertad insobornable y siempre a voz armada.
Recuerdo muchas acciones de lucha fértil para mí mismo y ojalá para los demás. Como aquellas iluminadas noches de pintadas urbanas, pincel en mano (el spray llegaría poco después) recorriendo en solitario determinadas calles del centro de Zaragoza a la caza y captura de una tapia propicia en la que sembrar una frase, un lema, un solo verso. Mínimos textos rematados por una guinda que la prensa llegó a reproducir y a identificar con una granada.
Algunos de esos textículos (sic), como irónicamente los nombraba, surgían de un fondo existencialista tan de la época, de un vitalismo juvenil arrollador: «Para morir toda la vida es poca». Otros nacían de un afán hedonista que nos resarciera de tanta tristeza, de tanta privación y de tanto sufrimiento provocados por la dictadura: «Sólo si he de gozar quiero vivir». Otros crecían desde un impulso amoroso, pues consideraba que el amor era el máximo motor del mundo: «Si tú me faltas ya me sobra todo». Y los había de pura intención solidaria: «Repartiremos la compañía para estar menos solos», «Repartiremos la vida para estar menos muertos».
Ausente ya el dictador, no se acabó la rabia; se desató. Y mi pecho de cristal estalló en frases exigiendo la amnistía general («La libertad no se mendiga: se alcanza») o forzando la mayoría de edad a los dieciocho años.
Tras las primeras elecciones democráticas, en 1977, mis pintadas callejeras comenzaron a ajustarse a reivindicaciones más concretas. Recuerdo dos que reclamaban la ley de divorcio meses antes de que el ministro de justicia Fernández Ordóñez preparase la suya: «Libertad afectiva», «Libertad sexual».
Determinadas acciones las realizaba instalando paneles en el suelo con textos de compromiso humanitario o en defensa del paisaje y de los animales: «Cuando acaricias a un animal, toda la selva te acaricia a ti». También oralmente: junto a un panel rotulado «Poesía en la calle», y sobre un taburete plegable, leía poemas de activismo social y político en espacios abiertos, como en la Plaza de Santa Cruz, los domingos al mediodía; o los repartía en mano a la salida de los encuentros del Real Zaragoza en La Romareda.
Pero hay dos acciones que marcaron mi memoria social en Zaragoza. La primera de ellas, el poema de militancia contra el general Pinochet, escrito por encargo de Emilio Ubieto, reproducido en calles zaragozanas, y que las Juventudes Comunistas de Aragón editaron en el reverso de la entrada que daba acceso al acto de solidaridad con Chile celebrado una noche de Septiembre en el coso taurino de la Misericordia, donde lo leí, tras la actuación de cantautores como Pi de la Serra, Labordeta, Paco Ibáñez, y la intervención del diputado Guastabinos de la Unidad Popular de Salvador Allende. Titulado «Mi personal homenaje a un general muy particular: Augusto Pinochet Ugarte», decía así: «Pinochet, pedo de trueno, / matón del pueblo chileno. / Valiente bufón de U.S.A. / con la pistola en la blusa. / Gigante de los escombros / con la sangre hasta los hombros. / Cuando te masturbas echas / ríos de pólvora y mechas. / Cuando estornudas salpicas / mocos que luego masticas. / Fracasado de torero, / cloaca del mundo entero, / la mierda no es negociable / por más que asuste tu sable. / Pinochet, pedo de trueno, / matón del pueblo chileno.»
La reacción de la ultraderecha, con la que mantuve una encendida polémica en los medios, y las amenazas de muerte de la Triple A (también había realizado pintadas contra el argentino general Videla) me reafirmaban en mi conciencia democrática y en mi actitud progresista ante la vida.
La otra acción fue un mural de interior que el pintor Alejandro Molina, propietario del Café de la Infanta, en la calle San Jorge, me encargó en 1987, con motivo de su inauguración: era una fruta enorme que titulé «Guinda del espermento (sic)» rematada por esta frase solidaria con la diferencia sexual de lesbianas y gays: «Eyaculad en el ano de Dios hasta su conversión al placer». Una denuncia del arquitecto Jesús Echechiquia Petit me sentó en el banquillo para concederme el honor de ser el primer escritor condenado de la democracia en un claro atentado a la libertad de expresión. Presentado el correspondiente recurso, meses más tarde fue sobreseído el caso. Harto del sofocante ambiente adverso y preso de desencanto, me trasterré a Madrid, donde resisto.
Ángel Guinda