¡CEROSIETE YA!
Lo cierto es que hablar del cerosiete es abrir la libreta de los asuntos pendientes. De aquellas ilusiones perdidas en la confrontación con la realidad.
El 26 de octubre de 1994, aún casi con la resaca de los pilares, se plantaban las primeras tiendas en el paseo de la Constitución, justo a la sombra del monumento del mismo nombre. Los jardines urbanos, dedicados al paseo y a servir de espacio para las necesidades básicas de los perros, se iban a convertir por algo más de un mes en lugar de reivindicación, de voz en alto y de encuentro de la ciudadanía.
Seguíamos la estela de Madrid y de otras poblaciones españolas, tras los tres compañeros que se mantenían en huelga de hambre, reclamando a nuestro Gobierno Nacional en primer lugar, y también, ¿por qué no?, a nuestro Gobierno Regional y al Ayuntamiento de Zaragoza, la aplicación de los compromisos adquiridos en el marco de las Naciones Unidas, unos veinte años atrás: dedicar el 0,7% del Producto Interior Bruto a la promoción y el desarrollo de los países del sur. Destinar unas migajas de nuestro desarrollo a aquellos que, a través del expolio sufrido en los años de dominio político y de colonialismo económico, habían hecho posible el progreso de nuestro Estado.
Unas pocas reuniones de diferentes entidades de iniciativa social de la ciudad, promovidas, creo, por la Federación Aragonesa de Solidaridad (FAS) (ya los recuerdos se mezclan un poco y no tenemos claro si entonces ya existía; en cualquier caso el impulso fue de las mismas entidades que más tarde trabajan en la federación) habían bastado para poner fecha y lugar a la acción. El resto fue surgiendo a partir de esa luminosa mañana de domingo.
En pocos días la acampada creció desaforadamente y las tiendas fueron extendiéndose hasta alcanzar el cruce con el inicio del paseo de la Mina. ¡Todo el paseo de la Constitución cubierto con tiendas de campaña! Era un bonito espectáculo. Y lo más grande es que entre las lonas había vida, mucha vida.
Cierto es que a diario, durante la mañana, pasadas las 9, ya no quedaba casi nadie en el «campamento»: trabajo, estudios y otras obligaciones vaciaban de gente la concentración que, hasta pasadas la 5 de la tarde, no volvía a cobrar vida. Pero a partir de esa hora todo era distinto. Gente que iba y venía, guitarras que comenzaban a aparecer, tertulias, encuentros, meriendas compartidas.
Un observador (u observadora ¿verdad?) se daría cuenta pronto de algo diferente: era imposible encasillar a las personas, a los y las ciudadanas que se habían ido sumando a la iniciativa. Era fácil ver estudiantes universitarios, jóvenes, muy jóvenes, en la primera manifestación adulta de su «ser político»; ruidosos, animados, trasnochadores y siempre muy visibles. Ellos, invariablemente, estaban ahí.
Pero también había otros, jóvenes trabajadores, que acudían tras el curro y que hicieron de la tienda su casa durante más de un mes. Y ciudadanos ya mayores, creciditos pero con sus ilusiones bien jóvenes, que se dejaron los huesos y ganaron alguna cana en las frías noches que pasaron en su improvisado apartamento con vistas al centro de la ciudad.
Gente muy trabajada en otras luchas y personas que era la primera vez que se asomaban al balcón de la calle a manifestar su opinión. De izquierdas, pero también algunos de derechas, anarquistas y escarmentados de toda política, ateos y cristianos, clase media, clase trabajadora. Una maraña extraña y caleidoscópica, animada por un objetivo que a todos se nos antojaba justo y posible.
Y cada colectivo se expresaba a su manera, por lo que las tiendas se empezaron a decorar con consignas, carteles, dibujos… La acampada era lugar de encuentro, de expresión artística (se pintaba y se cantaba, también se escribía), de confidencias arropadas por la noche. Se tejieron amistades que aún perduran, se encontraron caminos, se sembraron uniones. Incluso se rezaba; la gente cristiana de a pie, la creyente en la utopía del evangelio y no en la fe de cartón piedra de los obispos y jerarquías, ésos buscaron su espacio para la oración.
También había hueco para algún sin techo que se dejaba caer por allí porque aquello tenía más calor y color que el albergue. Y buena cantidad de historias humanas, algunas con mucho dolor y otras con mucho humor, que se sucedieron día tras día, noche tras noche.
Recordamos a personas entrañables. Había quien no tenía cuerpo para dormir en el suelo, pero no faltó ningún día a su cita con la acampada. Traía su alegría y empuje para tirar de la utopía, la merienda y su salero. Y las noches frías y las mañanas de niebla, traía los termos de café con leche calentito y los churros o el bizcocho horneado en casa. Porque la solidaridad necesaria para la justicia se elabora a base de pequeños gestos, caricias sencillas en forma de manta o de café que hacían la mañana más llevadera y la noche menos fría.
Por las tardes, la asamblea ciudadana recogía a toda esta gente en torno al megáfono, en un corro humano que nos daba calor y aliento. Y practicábamos un poquito de auténtica democracia, de la buena. La que consiste en dar la palabra, escuchar y ser escuchado y convencernos con las razones. Debatíamos la situación, analizábamos los avances y retrocesos, nos enfadábamos, nos exaltábamos y nos dábamos razones para trabajar con más fuerza en los días siguientes. Alguien cogía el micro para anunciar sus avances en tal facultad, en la que había hablado con profesores y decano y se habían recogido nuevos apoyos. Otra persona aludía a la necesidad de más trascendencia social, de aparecer más en los medios, de seguir sorprendiendo. Había quien traía el diseño para unas camisetas, cuya venta sufragaría los gastos ocasionados necesariamente por tanta infraestructura. Finalmente se acordaban las acciones para el día siguiente y se animaba a la gente a continuar y no dejar de impulsar la campaña.
¿Qué dificultad puede haber en dedicar el 0,7%!!! del Producto Interior Bruto a equilibrar la balanza del desarrollo? ¿Qué obstáculo hay para dedicar el 0,7% del presupuesto de una institución pública a este fin?
La respuesta que entonces intuíamos fue lo imposible. No encontrábamos ningún inconveniente. Consistía tan sólo en empujar entre todos los ciudadanos para conseguir vencer las reticencias, para que nuestros políticos abriesen los ojos y vieran las cosas tan claras como desde la calle las veíamos.
No fue un problema de falta de fuerzas. La clave no hubiera estado en aguantar más. Llegó un momento en que las promesas generaron la suficiente confianza como para levantar las tiendas. Creo que fue un 28 de noviembre, con las luces de Navidad del Corte Inglés como signo premonitorio de que el comercio es el que manda, la cuenta de resultados, el beneficio.
Pero entonces los ciudadanos confiamos y, ciertamente, se lograron pequeños avances que hacían presagiar un cambio en la tendencia: ¿cumpliría nuestro país los compromisos adquiridos en la sede de Naciones Unidas?. Teníamos -y tenemos- la impresión de que aquella casa es tan sólo un salón de palabras perdidas, coartada para guerras y pozo de desesperación para aquellos que buscan justicia, restitución y derechos humanos.
Hoy, aún no ha sido posible. Ésta es la respuesta a nuestra pregunta de esos días. Y nuestro país está más lejos de ese cerosiete; vuelve a ser necesaria mantener la conciencia viva, empezar por implantarlo en nuestra economía de hogar y comunicarlo, hacerlo patente, contagiarlo, extenderlo.
Porque sigue siendo urgente, sigue siendo justo, sigue siendo humano: cerosiete ya!!!
Epílogo:
Queremos recordar que la acampada no terminó allí. Primero porque costó aún muchos días y el esfuerzo de mucha gente devolver el paseo a la ciudad. Aparecieron picos, rastrillos, manos y sudores y los últimos trabajos demostraron que la ciudadanía es más responsable, creativa y cumplidora que sus gobernantes. Y segundo porque numerosos colectivos siguen hoy detrás de ese objetivo, dejándose el callo por algo aún hoy tan actual, comprometidos por la abolición de la deuda externa-eterna, por la eliminación del juego económico que convierte a tres cuartas partes de la humanidad en simples cifras que justifican el bienestar del otro cuarto: ¡un ole por ellos, por seguir ahí!
Marta Ortillés y Pablo Perigot