LOCALES PARA LA UTOPÍA. LA MADALENA Y SUS BARES (1980-1990)
Los bares del barrio zaragozano de la Magdalena (para muchos de sus habitantes, escrito Madalena, despojándole del encorsetamiento gramatical, religioso y oficial) bullían de actividad política y cultural durante la segunda mitad de los años ochenta y la primera de los noventa. Todos los grupos e individuos de tendencias anarquistas y comunistas con coincidencias antisistema, se daban cita en aquellos locales. Eran tiempos de poder absoluto del PSOE, partido que amalgamaba los razonables odios de muchos jóvenes dispuestos a vivir de otra manera. La calle San Lorenzo era el eje, entre el Coso Bajo y San Vicente de Paúl. Allí, en unos pocos metros, podías pasar de tomarte unas cañas en La Estaca de Luisiñu, al minúsculo bar de enfrente, La Pluma, donde sus entrañables dueñas cuidaban de los corazones más radicales, y Mauricio Aznar (cantante del grupo Más Birras) lloraba tangos con su guitarra. Justo al lado, en El 44, podías acompañar los litros de cerveza con la ingesta de tapas variadas, mientras contemplabas la exposición de fotos de la manifestación anti-OTAN del 86 en Madrid. Pululaban personajes de vitalidad inagotable, que inventaban nuevas letras alcohólicas y militantes para las melodías de siempre, mezclados con los brazos multihoradados de aquellos yonquis que poco a poco fueron muriendo. Aparecía el SIDA, y mientras en los barrios residenciales los papás guardaban en formol a sus hijos adolescentes, en la Madalena se vivía la enfermedad como un nuevo invitado, conscientemente, sin complejos. El Gallizo, amplio y con buenos bocadillos, se prestaba más a la tertulia en sus mesas destartaladas. Vivero de músicos sin instrumento, de poetas sin bolígrafo, de niños que jugaban con los perros y tomaban la calle en las noches de verano.
Cuando la empresa de autobuses locales expulsó de su nómina a los líderes del CUT, un sindicato como los de antes, algunos de ellos pusieron bares por la zona. En la calle Mayor, a cuatro pasos de la torre mudéjar más impresionante de la ciudad, se abrió el Entalto, quizás el más politizado de todos. Allí se reunían tanto los miembros de los partidos y agrupaciones de la izquierda extraparlamentaria, como algunos elementos díscolos del PCE oficial, que pronto abrió su sede en las inmediaciones. No faltaban los siniestros elementos de la policía secreta, que intentaban sacar datos para las listas negras. Pero casi todos los camareros los conocían. Mezcla infinita de aragonesistas recalcitrantes (cantera para aquel simpático partido, Chunta Aragonesista, que luego se convirtió en receptáculo de nuevos políticos al uso); sus embajadores no oficiales, Ixo rai!, que inventaron una mezcla de folclore aragonés con la parodia festiva y el rock alternativo, apadrinados en sus inicios por el mismísimo Labordeta; anarquistas de la CNT y neoanarquistas de la CGT; libertarios sin sindicato y mucha dosis de cinismo; profetas de las nuevas tecnologías en forma de radios libres; fumetas descatalogados; proletas y paletas; expertos en antropología pirenaica; cinéfilos, gurús, rastafaris, lolitas, pitagorines, saltimbanquis, tragafuegos, funcionarios camuflados, barbudos, ecofontaneros, fanzineros, vividores, despistados, borrachos y algún sobrio.
En los márgenes, por un lado el Windsor, en el Coso Bajo, con sus techos y su barra altísimos, como en los antiguos casinos de los pueblos, y sus camareros a punto de jubilarse, siempre con el ceño fruncido ante tanta variedad de jóvenes inquietos. Y en la calle Martín Carrillo, importado del País Vasco, el Pottoka, con su rock radical y otras músicas diversas y sus papeletas de Herri Batasuna para las elecciones europeas. En los últimos tiempos, abrieron El Refugio del Crápula, con la intención de servir de café por las tardes, con sus mesas, sus ajedreces y sus planos antiguos de la ciudad; y de pub por las noches, con sus actuaciones y su música festiva y alternativa. Pronto, y hasta hoy, quedó convertido sólo en lo segundo.
En la margen derecha del Coso Bajo, en la calle San Agustín, bullían en los ochenta pequeños locales como La Tortuga y el Barrio Verde. Este último, “Asociación cultural y recreativa”, trasladó su sede a la calle Doctor Palomar, en el bar La Vía Láctea. Activo organizador de charlas, cinefórums, conciertos, cabarets delirantes, proyecciones de diapositivas, celebraciones y cualquier evento festivo-político-cultural-lúdico-lisérgico que se preciara. En sus bajos se alojó alguna radio libre, algún local de ensayo, algunos cursos de las más variadas disciplinas, organizados por colectivos antimilitaristas, feministas, vegetarianos, surrealistas y de decenas de tendencias, a veces contradictorias, siempre vitales.
Aquella red de locales impensable, colorista y explosiva se ampliaba durante las fiestas del Pilar con la apertura de Liberagoza, Nogará y otros establecimientos anejos en el entorno de la calle Palafox. Se trataba de celebrar una fiesta alternativa, más humana, más solidaria, más justa, más real. Ya no era “el Pilar” sino “el Privar”, o sea beber, como símbolo de libertad y de oposición a aquella sociedad gris y oficial, que lamentablemente hemos heredado corregida y aumentada, y que en buena medida ha fagocitado a aquella troupe de consumidores de cáñamo (por las alpargatas) y de ilusión. El microcosmos de la Madalena, aún vivo pero sin el toque mágico de las transiciones políticas, era una fiesta continua para los sentidos y para la utopía.
Antonio Tausiet