LOS HILOS DE LA MEMORIA
La memoria es una caja llena de hilos. No es posible deslizar uno de ellos sin que todos los demás se muevan. Si tiro del extremo del hilo rojo que me lleva a 1975, no puedo evitar el movimiento de los hilos cercanos.
El año en que murió el dictador Franco yo vivía en el Barrio Oliver. Entonces, como ahora, había más bares que farmacias y todos tenían nombre propio. Como ahora, los bares eran pequeñas metáforas del mundo. Muerto el perro, se manifestó la rabia y los bares del barrio -no las farmacias- recetaron antídotos: un plato de aceitunas y, como mínimo, una copa de cava tomada a sorbos rápidos o lentos, según el caso, pero siempre acompañados de un irrefrenable deseo de libertad. Tomé mi antídoto en el mismo bar en el que el 19 de marzo del año anterior, sólo dos semanas después de la ejecución de Puig Antich, fui detenida junto a otras diecisiete personas tras una manifestación por la mejora del transporte público.
Quizás como consecuencia del antídoto contra la rabia, me trasladé a Vigo donde de nuevo fue un bar el escenario de mi detención -a punta de metralleta- junto a otros militantes del Partido Comunista, tras la manifestación del 1 de Mayo de 1976. Y en la barra del bar en el que desayunaba antes de entrar a la fábrica se produjo mi tercera detención. Llegaron después la legalización de los partidos políticos, las primeras elecciones -en las que no pude votar porque todavía no existía una Constitución que recogiese la mayoría de edad a los dieciocho años- y mi regreso a Zaragoza.
Los bares habían tenido, sin duda, una presencia importante en mi vida. Eran y son lugares de encuentro, válvulas de oxígeno distribuidas por la ciudad, por las ciudades. Si hasta la muerte del dictador habían sido espacios en los que poder compartir en voz baja palabras prohibidas, con la llegada de la democracia se convirtieron en muchas ocasiones en auténticos generadores de cultura. Rara es la persona que no identifica una etapa determinada de su vida con un lugar de encuentro, con un bar frecuentado por razones de afinidad con una propuesta musical, gastronómica o, simplemente, humana.
Lo que desde luego no podía prever es que, de manera en principio azarosa, los bares fueran a convertirse en mi medio de vida. El Monaguillo -una maravillosa y abandonada bodega del siglo XVI, que había formado parte de la desaparecida Iglesia de San Juan y San Pedro, en el corazón mismo de la ciudad- se abrió en 1983 con la música clásica y los bocadillos vegetales como reclamo. Santo Dominguito de Val sobrevolaba la barra mientras unos coloridos angelitos de cartón piedra ocultaban, sobre nubes de paja, los impertinentes tubos del desagüe. La Iglesia, tan acostumbrada históricamente a sacralizar los eventos populares y laicos que hubieran sobrevivido a su intento de extinción, era, en este caso, objeto de desacralización, lo que en aquel momento significaba, cuando menos, una toma de posición anticlerical. Durante esa primera etapa de gestión compartida con Alejandro Molina, el Monaguillo fue lugar de encuentro de muchas personas relacionadas con el mundo del arte y la cultura. Cuando, más adelante, el Ayuntamiento exigió una nueva escalera, el espacio se amplió, la música clásica cedió su lugar al baile y se construyó un pequeño escenario por el que desfilaron la mayor parte de los músicos y músicas de la ciudad de la mano de Dani Clemente que se encargaba de las programaciones con el visto bueno de la entonces jovencísima Ivana Molina.
Pero nunca suena a gusto de todos. Y si el disgusto es de alguien con poder suficiente para imponer silencio, el Ayuntamiento te exige callar. Y así fue. El Monaguillo, tras duras peleas por sobrevivir, fue clausurado por orden municipal en junio de 1997, dejando un gran vacío y empobreciendo todavía más el escaso escenario ciudadano para la música en vivo.
Y si, tiempo antes, no podía prever que los bares fueran a convertirse en mi medio de vida, mucho menos que se convertirían en mi modo de vida. Porque el Sopa de Letras, pequeño local de la calle de San Félix que convivió durante un tiempo con el Monaguillo, llegó a convertirse en un modo de vida. Se abrió en abril de 1995 y sobrevivió hasta 1999. Era un espacio mínimo en el que cabía todo: la música, el cine, la palabra… «Solo de letras. Quince minutos de poesía con Luis Felipe Alegre», decía un cartel amarillo. Y todos los miércoles, Luis Felipe ponía su generosa voz al servicio de la poesía y de nuestros oídos. Preparábamos esos quince minutos con tanto mimo y entusiasmo como si se hubiera tratado de un estreno en el Teatro Principal. Confeccionábamos poemas-servilleta y toda clase de poemas-objeto. Ofrecíamos, elaborada con la insuperable receta de Fernando Dolado, sopa de letras caliente que alimentó estómagos tan ilustrados como los de Nancy Morejón, Javier Sádaba, Carlos Grassa, nuestro inclasificable Pedro Savirón o Leopoldo María Panero (poeta que ya había dejado su poso de cordura en el Monaguillo). También Ángel Gracia, Manuel Asín y todos aquellos que tenían exceso de palabras en sus bibliotecas o escasez de monedas en sus bolsillos, nos ilustraban en el rastro que un día a la semana se organizaba en el bar.
Con la llegada de Mariángeles Cuartero -con quien, junto a Mariana Ventura, abrí más tarde La caja de los hilos-, el Sopa de Letras se refrigeró, se llenó de magia y se convirtió en una indiscutible alternativa para los amantes de la psicodelia, de la música de los sesenta y de la buena música de cualquier época. El Sopa de Letras olía a libertad y a cannabis. Quizás eso fue lo que condujo hasta allí a Antonio Escohotado una noche de noviembre de 1996 para dejar a quienes en ese momento se encontraban fumando, doblemente flipados.
La caja de los hilos heredó el olor y el sabor del Sopa de letras, mejorado con ingredientes tan potentes como Pedro Bericat, que nos regaló muchas horas de música y pensamientos. Comenzó a hilvanarse en junio de 1998 con la aguja de Álex Carretero (más conocido como Plasticland entre los locos de la música) y fueron muchos hilos los que intervinieron en su confección. Nos movimos al compás que marcaron Más Madeira (grupo formado por Sergio Algora, Enrique Moreno, Manuel Recacha y Simonzico), Jesús Pastor, Luis Marco, Raphita, por supuesto Mariángeles… tantas costureras y sastres diseñando y cosiendo un traje a la medida de una caja de los hilos donde todo era posible, donde giraba una bola de espejos que iluminaba rostros de todos los colores.
Nuestra oferta gastronómica era limitada pero revolucionaria: sabrosos bocadillos a la plancha de la ropa, elaborados sobre la barra de un bar que, en muchas ocasiones, se convertía en escenario para la presentación de una película o de un libro, lo que nos permitió contar con camareros ocasionales tan variados y exóticos como Isidro Ferrer, José Antonio Labordeta, Miriam Reyes, Ismael Grasa, Túa Blesa, Vícky Calavia, Dionisio Sánchez, Alfredo Saldaña o Elena Pallarés, por recordar algunos.
El botón de lujo lo constituyó nuestro escaparate, la galería de arte Tutú, una ventana abierta a la ciudad por la que pasaron gran cantidad de artistas que no dejaron de sorprender a quienes por azar o por voluntad se aproximaban a ella. Nos gustaba entenderla como una galería permanente de bolsillo. Cada tres o cuatro semanas, coincidiendo con la inauguración correspondiente, la ventana se abría y quienes estábamos en el interior pasábamos a formar parte de la exposición durante unas horas. Del mismo modo, la calle y quienes la transitaban se convertían en efímeros objetos artísticos para quienes mirábamos desde dentro. En complicidad con el artista invitado, vestíamos el bar para cada ocasión y ofrecíamos comida y bebida acorde con la propuesta artística del escaparate. El éxito de las inauguraciones lo demostraba el hecho de que no había agente comercial o repartidor que no deseara dejarse caer por el bar el día que tocaba abrir la ventana.
Pero nos tropezamos de nuevo con el toque de queda y la orden de silencio que nos empujaron hacia la puerta trasera y el timbre clandestino. Una vez más nos convirtieron en delincuentes. Porque aunque la leyenda diga otra cosa, salir airoso en un bar abierto a golpe de préstamo bancario es complicado. Una orden temporal de clausura o una multa pueden significar el cierre definitivo si no tienes una economía fuerte que te permita hacerles frente. El único modo de sobrevivir es, a veces, escapar por la puerta de atrás. Y aunque era una bella imagen la de la convivencia de ciudadanos de todos los continentes jugando al parchís con Sergio Carabias, envueltos en humo de hachís, tomando un refresco o una copa -según las religiones- en la zona oscura y a la hora prohibida, no era nuestro deseo la clandestinidad.
Naturalmente que el ruido en las ciudades es un problema serio, pero no más que el del silencio a golpe de burocracia, cuando la falta de sentido común, las normas absurdas o la ausencia de normas te arrinconan contra la pared.
Tras cierres temporales del bar, precinto del equipo de música, denuncias policiales (la más disparatada por tener funcionando un pequeño transistor colocado a modo de escultura dentro de un zapatito de niño), agotadas las fórmulas poéticas de colocar sobre la barra conchas de mar o cajitas de música, en un último intento de ganar la batalla al silencio por orden municipal, solicitamos del Ayuntamiento de Zaragoza permiso para colocar auriculares inalámbricos y poder, de ese modo, escuchar música y bailar en un bar silencioso. Nos fue denegado por, según ellos, tratarse de «obras mayores», lo que exigía un camino burocrático distinto. Emprendimos ese nuevo camino y volvimos a encontrarnos con un muro, suma de falta de previsión, falta de agilidad y, sobre todo, de una escandalosa falta de valentía para asumir el riesgo de apoyar iniciativas que subviertan el soporífero orden municipal establecido, que, al menos hasta ahora, ningún color político ha sido capaz de cambiar.
Helena Santolaya