Tiempo
y política en la obra de Spinoza
:. Nicolas Israël
En
la lectura de Spinoza se pone de manifiesto que, ciertas formas
que pasan por la expresión de la estructura de la existencia,
o por las condiciones de toda consciencia están, en realidad,
forjadas por la imaginación. La distinción entre la
duración y el tiempo confiere, así, una nueva clarificación
a la oposición clásica entre un tiempo físico
y un tiempo psicológico, ya que el tiempo formado por la
consciencia imaginativa produce efectos en el mundo, hasta ser confundido
con la duración real de las cosas. Encontramos ahí
un rasgo característico del análisis del tiempo: este
ser de imaginación no existe fuera de nuestro pensamiento,
no obstante aparentar ser el objeto de una percepción sensible.
La duración es una afección de la existencia, su «continuación
indefinida»(1), cuya naturaleza es ocultada por la potencia
de temporalización de la imaginación. Nosotros vivimos
en el modo de la confusión entre la duración y el
tiempo, lo que explica la influencia de formas temporales en nuestra
vida afectiva o política. La tentativa spinoziana de prevenir
esta confusión y cercar la verdadera esencia de la duración
vuelve de nuevo a poner simultáneamente al desnudo la dominación
subrepticia que la imaginación del tiempo ejerce sobre el
campo ético y político. Pero cuando en la ignorancia
del tiempo de existencia de las cosas nosotros lo aprehendemos a
partir de la sucesión de ideas imaginativas, esto último
no está inmediatamente dejado al azar de las afecciones temporales,
sino que primero es estimado en atención a la regularidad
de un orden de encuentros. Puesto que el tiempo no se cuenta racionalmente
a partir de un movimiento invariable, encuentra la fuente de su
imaginación en la memoria. Es a partir del recuerdo de una
serie de experiencias como se construye la representación
del pasado, así como la del presente y la del futuro(2).
Los auxiliares temporales engendrados por la imaginación
no sabrían librarse de modificar la configuración
del campo político.
En el Tratado teológico-político, al igual
que en el Tratado político, así como en la
Carta L, Spinoza no deja de afirmar que el poder de soberanía
es absoluto, por tanto tiempo como conserve la potencia de imponer
el respeto de lo que edicte. Los dirigentes detentan el poder soberano
mientras poseen el arte de determinar el deseo de cada uno de comenzar
de nuevo en el instante siguiente.
La sociedad política no reposa sobre un pacto original, sino
sobre la continuación indefinida, la reproducción
incesante del deseo de comprometerse. El origen de la soberanía
coincide, así, con la duración de la multitud. El
derecho del soberano depende de la reproducción incesante
del deseo de someterse que afecta a la multitud. En cada uno de
esos momentos, el deseo de obediencia de la multitud es portador
de la soberanía, cada instante está indisociablemente
ligado a una acción, al poder supremo. En todo momento, la
duración de la multitud puede pasar de un régimen
a otro. Cada régimen se reduce entonces a un simple status,
a un estado establecido del cuerpo político(3). Al igual
que «el derecho divino parte del momento (ab eo tempore)
en que los hombres han prometido pacto expreso de obedecer a Dios
en todo», «a partir del momento (ab eo tempore)»
en que los hebreos transfieren su derecho al rey de Babilonia, el
derecho divino deja de existir: deben obediencia en todo a este
nuevo soberano(4). Como la duración de la multitud es la
causa de la soberanía, cada uno de sus momentos aparece como
una ocasión de ejercer el poder soberano, para cualquiera
que sepa cogerlo.
La duración de la multitud no puede ser representada como
una sucesión de momentos amputados a las acciones a las que
dan nacimiento, sino como una serie de ocasiones de detentar la
soberanía. Tener la ocasión de detentar el poder,
de subyugar el deseo de transferencia de los sujetos, equivale a
tener la capacidad de atrapar la ocasión que es el propio
poder soberano. La soberanía se reduce a la sucesión
de ocasiones de su ejercicio. La ocasión es la fuente de
ejercicio del poder soberano. Toda la cuestión consiste entonces
en saber de qué modo los gobernantes van a forjar un tiempo
social que establezca la ligazón entre promesas que superen
el compromiso del instante.
En el espacio social, la distinción ente la duración
y el tiempo toma la forma de un conflicto entre la fuente de la
soberanía, la duración de la multitud y las formas
temporales engendradas por los legisladores. El Estado intenta encauzar
las variaciones del deseo de obediencia que afecta a la potencia
de la multitud, siempre tan perfectas en cada uno de los instantes
en los que se circunscribe. Según Spinoza, la transición
continua del deseo al origen de transferencia de derecho es la verdad
incuestionable de la vida política, la causa siguiente de
la que se deducen todas las propiedades. La inconstancia de las
masas no sabría ser fustigada como un vicio congénito
a la multitud: ésta simplemente traduce la acción
de causas exteriores sobre la duración que le afecta. Los
hombres políticos se esfuerzan, así, en mantener la
confusión entre esta duración del espíritu
de la multitud y los auxiliares temporales que estructuran su imaginación.
Se trata de encubrir el hecho de que la soberanía es una
ocasión que se reduce a la sucesión de momentos propicios
para su ejercicio.
El tiempo político mide la duración de la multitud,
en el doble sentido de que enlaza los diferentes estados que le
afectan, delimita intervalos de obediencia y le somete a un momento
puntual del alma común, o a un orden repetido de experiencias,
elaborado por expertos de la multitud. Así como la duración
se encuentra numerada por la alternancia del día y la noche,
quizá pueda ser medida por la alternancia de recompensas
y castigos (cf. el problema de los finales de mes difíciles,
en donde la delimitación social se superpone a la delimitación
del calendario). En este sentido, el tiempo tiene una existencia
esencialmente intersubjetiva, «presupone los hombres pensantes».(5)
No es una afección de las cosas creadas, sino que existe
fuera del entendimiento de cada uno. Por la definición de
su estatuto ontológico, el tiempo toma inmediatamente una
significación política: supone que cada uno se conforma
con la duración que le es propia, en una unidad de medida
común, en un orden repetido de experiencias, generador de
afectos comunes. Cada duración es comparada, traída
nuevamente del exterior, por afectos uniformizados. La duración
de la multitud, que es, sin embargo, la fuente de la soberanía,
parece velada por el tiempo político que la mide. Dado que
el nacimiento de la sociedad coincide con la formación de
un espíritu común que traduce la interdependencia
imaginativa de la ciudadanía, los sujetos están llamados
a percibir el tiempo tal y como se forja por los afectos que los
une.
Los afectos de temor y de esperanza que forman el nudo pasional,
aseguran la efectividad de la transparencia de derecho al soberano,
revelando que la constitución del Estado supone la sumisión
de los sujetos a un auxiliar temporal. El tiempo será, así,
por una parte construido: los sujetos manifiestan el deseo presente
de seguir las exhortaciones del soberano a partir de la representación
de la salida futura, que la memoria de una serie de experiencias
pasadas confiere a esta obediencia. La conducta presente resulta
entonces de la idea imaginativa del futuro, forjada por la memoria
del pasado.
Toda la dificultad para los gobernantes estriba en construir un
orden repetido de experiencias que deje prever una salida futura
capaz de producir afectos que se opongan a la fuerza del presente
en la vía pasional. Moisés se benefició, así,
del hecho de que los hebreos no han dejado de «reconocer los
favores pasados de Dios (es decir, la libertad que sucedió
a la esclavitud de Egipto, etc)».(6) La previsión de
la seguridad futura a partir de estas experiencias pasadas bastaría
para renovar la obediencia.
La conservación del Estado depende entonces de una simple
relación de fuerza entre diferentes afectos(7). El Tratado
teológico-político anuncia los análisis
de la cuarta parte de la Ética, ya que Spinoza ha
fundamentado ahí el estudio de la conservación del
Estado, sobre la experiencia común según la cual las
pasiones del alma «no tienen ninguna consideración
con el futuro (temporis futuri), y no tienen en cuenta nada
que no sea ellas mismas.»(8) La idea imaginativa constitutiva
del afecto pasivo afirma la presencia del objeto que representa
con tanta más fuerza que la que existe en acto, ya que ninguna
imagen de las cosas oculta su presencia(9). El Tratado político
se apoya en una análisis idéntico: «... en los
momentos de mayor peligro para el Estado, cuando todos, tal y como
ocurre, son presos de un terror pánico, entonces todos aprueban
lo que el temor presente les persuade, sin tomar en cuenta ni el
futuro ni las leyes».(10) El Estado debe convertirse en una
potencia de temporalización para oponerse a la fuerza del
presente en la vía pasional.
Los ciudadanos deben ser conducidos a la obediencia por los afectos
de temor y de esperanza que el Estado consiga movilizar. Ahora bien,
estos afectos son portadores de una forma temporal, y se definen
como la alegría o la tristeza inconstantes, «que brota
de la idea de una cosa futura o pretérita, de cuya efectividad
dudamos de algún modo.»(11)
El único modo de liberar a los ciudadanos de la fuerza pasional
del presente, para mejor servirlos, es asociar a sus actos consecuencias
imaginarias dotadas de una fuerza afectiva superior a la de la situación
presente(12), cuando las consecuencias reales de estos actos comportan
una carga efectiva bastante menor, incapaz de triunfar de un deseo
presente . Si, siendo, por otra parte, todas las cosas iguales,
la imaginación del presente produce afectos más intensos
que la del futuro, la única manera de volver a dar una fuerza
pasional al futuro es relacionarlo con las ventajas que por ellas
mismas ocupan más el espíritu que los bienes presentes.
Para asegurar la renuncia a un bien presente, es necesario dar a
ese sacrificio consecuencias imaginarias que, al depender enteramente
de una salida futura, poseen una fuerza afectiva más intensa,
unida a la representación de un beneficio superior. La previsión
de la simple conservación del Estado no bastaría para
producir siempre un afecto suficientemente intenso como para reducir
el apetito de un beneficio inmediato y renovar el deseo de sumisión.
El tiempo forjado por los hombres políticos, a partir de
la imaginación de un orden repetido de experiencias, resulta
de la asociación, en el seno de la imaginación de
los sujetos, de ciertas acciones con las previsiones imaginarias
de sus consecuencias futuras. Este tiempo es humillante, ya que
se constituye como un marco exterior que separa de forma imaginaria
las acciones de la multitud de sus consecuencias reales. Según
Spinoza, sabemos que «es a los esclavos, y no a los hombres
libres, a quienes se otorgan premios por su virtud.»(13)
Esta servidumbre se debe al hecho de que el fin de la acción
no es concebido a partir de sus consecuencias naturales, sino por
la representación de un beneficio relacionado con el exterior,
es decir, legalmente, en esta ación(14). Esto no es ya fortuna,
sino el Estado que se convierte en el principio de unión
de los momentos temporales.
A diferencia de las leyes, que dependen de una necesidad de naturaleza,
la ley, concebida como un mandato, se refiere necesariamente a un
fin: es «una regla de vida (ratio vivendi) que el hombre
se impone a sí mismo o impone a otros por algún fin.»(15)
Ahora bien, el mejor medio de contener al vulgo es el de instituir
«otro fin bien distinto de aquel que se sigue de la naturaleza
de las leyes.»(16) El «verdadero fin de las leyes»
políticas, entrevisto por un pequeño número,
y que resulta necesariamente de la naturaleza de aquellas, consiste
en garantizar la paz y la seguridad ente los ciudadanos.(17) Dado
que este fin verdadero no alcanza a generar afectos lo suficientemente
grandes como para desbaratar las pasiones que atan a las quimeras
del presente, los legisladores deben saber asociar al respecto leyes
con otros fines, capaces de engendrar afectos que vuelvan a dar
fuerza pasional al futuro. Para asegurar la renovación de
obediencia al Estado, los legisladores «prometieron, pues,
a los cumplidores de las leyes, lo que más ama el vulgo,
mientras que a sus infractores les amenazaron con lo que más
teme.»(18) Es por medio de promesas como los gobernantes dan
nuevos fines a las leyes, que no son las consecuencias naturales,
partiendo del principio de que sólo la obediencia hace al
sujeto, y no la razón por la cual obedece(19). Un ciudadano
que obedece a las leyes, aun siendo totalmente engañado acerca
de sus verdaderos fines, no es menos sujeto: transfiere el uso de
su potencia por el deseo que él tiene de someterse. Este
señuelo facilita incluso la transferencia de potencia(20).
Los legisladores deben, por el estudio de «la constitución
de cada nación»(21), encontrar la naturaleza de los
afectos capaces de asegurar la mistificación que conduzca
a respetar las leyes. Los afectos asociados podrán, entonces,
variar según la categoría social a someter. Pero el
Estado no puede asegurar permanentemente su conservación
reduciéndose únicamente a los afectos de temor y de
esperanza que, por la tristeza que no cesan de generar, conducirían
a los ciudadanos a querer destruir la causa de su impotencia. Todo
Estado debe garantizar la seguridad a sus ciudadanos. El afecto
de seguridad, la «alegría que surge de la idea de una
cosa futura o pretérita, acerca de la cual no hay ya causa
de duda» (Ética, III, def. XIV de los afectos)
aparece en el corazón del dispositivo puesto en práctica
para dominar la duración de la multitud.
¿De qué naturaleza es la seguridad que el Estado se
esfuerza en imponer? Vivir en seguridad es conservar «lo mejor
posible sin perjuicio propio ni ajeno, el derecho natural de existir
y de actuar», poder desarrollar con seguridad todas las funciones
del alma y del cuerpo(22). Sólo la institución de
reglas de derecho permite a cada uno conservar su derecho natural
sin atentar contra el otro. La seguridad coincide, así, con
la ausencia de transgresión de las leyes, con la perpetuación
del orden legal(23). En efecto, en la mayoría de los Estados,
las sediciones son más temidas que las guerras, la seguridad
del Estado está más amenazada por los enemigos interiores
que por los exteriores(24). Como hemos visto, las leyes políticas
instauran un orden asociando, con respecto de la legalidad, recompensas
incitadoras y, a su violación, castigos disuasivos. El orden
legal objetivo es el resultado de este equilibrio pasional por el
cual los ciudadanos obedecen las leyes para esperar sacar de ellas
provecho, y se abstienen de violarlas por miedo a represalias. En
este sentido, el verdadero fin de las leyes políticas - a
diferencia de los fines que le son incorporados artificialmente-
es la seguridad del Estado: «por ley humana entiendo aquella
forma de vida que sólo sirve para mantener segura la vida
y el Estado.»(25)
La seguridad es la situación objetiva que resulta del acatamiento,
tanto por parte de los ciudadanos como de los dirigentes, del orden
público construido por leyes. La seguridad no es el resultado
de una «virtud privada», ya que no tiene en cuenta el
motivo por el cual los hombres gobiernan u obedecen(26), sino que
más bien da cuenta de una «virtud de Estado»,
de la potencia de imponer a todos los sujetos el respeto de las
leyes(27). Sin embargo, la seguridad que reina en el Estado no debe
reducir la paz, de la que ella no es más que la condición,
a una simple ausencia de guerra.
El cuerpo político no tiende mecánica y naturalmente
a asegurar su propia conservación más que en función
del fin a partir del cual ha sido instituido. La seguridad que los
dirigentes instauran en un Estado del que han recibido la soberanía
por derecho de conquista, puede reducirse a una simple ausencia
de guerra, puesto que el fin que se incorpora a un Estado vencido
no es ningún otro que la dominación(28).
Por el contrario, el Estado establecido por una «multitud
libre» debe instituir una forma de seguridad que no dependa
de la inercia de los sujetos, del terror que les paraliza y les
disuade de recurrir a las armas para rebelarse(29). Es refiriéndose
a los fundamentos de una república de institución
como se deduce que «su último fin no es la dominación»(31),
sino la seguridad, en la medida en que sólo ella conduce
a la paz, la cual «implica la unión de los corazones
(animorum unione), es decir, la concordia»(31).
Ahora bien, la instauración de la concordia entre los ciudadanos
depende, necesariamente, de un motivo interior, de una acción
interna del alma por la cual se convierte así en la condición
de la conducta de la multitud, como por un único espíritu,
de la conservación de un alma común. ¿Cuál
es la naturaleza de la acción interna del alma que empuja
a los sujetos a reconocerse y a renovar esta unión?
En la prolongación de la Ética, ciertos textos
del Tratado político indican que los ciudadanos no
pueden ponerse de acuerdo más que si son gobernados por decretos
racionales enfocados a la utilidad común(32). Eso no supone,
por ello, que la condición de la unión de los sujetos
por un único espíritu consista en su esfuerzo por
vivir conforme a los mandamientos de la razón. «Si
la multitud acuerda, de manera natural, y acepta ser conducida como
por un único espíritu, no lo hace bajo la conducta
de la razón, sino bajo la fuerza de una pasión común.»(33)
Del mismo modo que los ciudadanos pueden estar determinados por
motivos racionales a obedecer decretos injustos(34), es posible
conducirles por motivos pasionales a conformarse con leyes elaboradas
en función de prescripciones de la razón. Pero si
el principio de la unión de las almas reside en los afectos
pasivos, el Estado posee el poder de establecer la concordia sin
tener necesariamente a la vista la utilidad común. Un temor
común tiene, así, la fuerza de asegurar la concordia
incluso si el acuerdo que ella establece se hace «sin buena
fe»(35), y si, a la menor ocasión favorable, la multitud
tratara de destruir la causa de este afecto.
La seguridad no es pues el fin de la sociedad establecida por una
multitud libre más que si no se reduce a una situación
objetiva(36), a la ausencia de violación de las leyes, sino
que se confunde con un afecto por el que los ciudadanos consideran
la obtención de beneficios futuros como si se tratara del
presente. Spinoza indica, en efecto, que le cuerpo político
tiene precisamente como fin liberar a los individuos del temor común
que les esclaviza: «la sociedad civil, por su propia naturaleza,
se instaura para quitar el miedo general y para alejar comunes miserias»(37).
El verdadero fin del Estado es entonces el de transformar el temor
o la esperanza padecidas en común por los sujetos en seguridad.
¿En qué medida el afecto de seguridad asegura la unión
de las almas, la conducta de la multitud por un único espíritu?
No debe haber ahí, en el estado civil, más que una
«única causa de seguridad» para todos los ciudadanos(38).
Esta fuente única coincide con un orden imaginario forjado
legalmente por los dirigentes. El orden que cada Estado debe saber
instaurar y que asegura la conservación de éste, cualesquiera
que sean los deseos singulares que afecten a los ciudadanos o a
los dirigentes, no es solamente un orden físico, de protección
de los bienes y los cuerpos, sino un orden imaginario, interior
al espíritu común de la multitud, que obtiene su objetividad
del hecho de imponerse a todos los individuos del exterior. El motivo,
la causa interna de la obediencia de cada uno, deriva de un orden
afectivo común a todos.
Si el derecho del Estado debe ser protegido por las pasiones que
tienen comúnmente la fuerza más grande en el estado
civil(39),
el orden público no obtiene su potencia más que del
orden imaginario que él produce. Los dos órdenes se
engendran y se refuerzan, en cierta medida, por acción recíproca.
El orden imaginario, como todo fin, es el objeto de un deseo, «los
hombres prefieren el orden a la confusión», ya que
las cosas ordenadas se imaginan más claramente y son, así,
el objeto de una rememoración más fácil(40).
Le experiencia de la repetición de un orden de sucesión
de acontecimientos permite contemplar la salida futura de esta serie
como si ella estuviera presente, de considerarla con seguridad si
el acontecimiento que anuncia es beneficioso(41). El cuerpo político
detenta, así, el poder de reducir progresivamente la ilusión
de la contingencia de los futuros, incluso si no le sustituye más
que la imaginación de la presencia de su salida, y no su
conocimiento racional. El Estado aparece como una potencia de presentificación
que modifica la representación del futuro que poseen los
ciudadanos afectados por sus únicos afectos de esperanza
y de temor, incluso si han sido profundamente uniformados y estabilizados.
El Estado trata de sustituir la duda llevando hacia la salida de
las cosas futuras la imaginación de su presencia, que nace
de la memoria de un orden constante. Si el orden imaginario puede
fundarse sobre el hecho objetivo que la recompensa y el castigo
han perseguido siempre en el pasado, el respeto o la violación
de las leyes no se reduce a la imaginación del orden legal,
a la percepción de la presencia de los afectos de la ley.
La regla de derecho no puede dejar de ser considerada como un simple
posible(42).
¿Cuáles son los elementos de los que la relación
imaginativa va a dar nacimiento a un orden tal, que su recuerdo
bastará para forjar el afecto de seguridad? La seguridad
no puede nacer más que de la esperanza y del temor; ella
supone, así, una «tristeza antecedente»(43).
Si las reglas de derecho relacionan la espera de recompensas y e
temor de castigos con el deseo de obediencia, el resultado del orden
legal debe permitir la asociación de la seguridad, incluso
de la desesperación -aun si el soberano desea que no afecte
más que a los criminales- a los afectos uniformados de temor
y de esperanza. El mejor medio del que dispone el Estado para reducir
la representación de la contingencia de los futuros es todavía
el de producirla artificialmente. El cuerpo político no dominará
esta incertidumbre más que a condición de ser su propagador.
El afecto de seguridad se produce tanto más fácilmente
cuanto que los afectos de temor y de esperanza han sido profundamente
estimulados. La potencia estática de presentificación
se funda siempre sobre un poder anterior de posibilitación.
La introducción de la ilusión del posible en le espacio
social no es siempre el resultado de una voluntad deliberada: esta
representación crece siempre proporcionalmente a la naturaleza
contradictoria de las instituciones del régimen.
Basta acordarse de temores que tenían por objeto los afectos
esperados de las reglas de derecho, que han sido realizadas desde
entonces, para provocar un acto de seguridad o de esperanza, imaginar
la presencia de la recompensa o del castigo futuro. El recuerdo
de un peligro, si se considera su imagen por sí misma, afirma
su existencia, es decir, que esta rememoración nos proyecta
en una situación en la que los efectos de ese peligro son
de nuevo «como todavía futuro (veluti adhuc futurum).»(44)
Este recuerdo, por sí mismo no hace aparecer un simple futuro
anterior, si no que nos proyecta en un verdadero futuro, en tanto
que la imagen que lo reaviva no remite al recuerdo de cosas que
se opone a la presencia del peligro sin, por lo tanto, suprimirlo(45).
La movilización del recuerdo de un peligro del que nos habíamos
librado permite, así, revivir la experiencia de la reducción
de una salida equívoca, y producir un nuevo afecto de seguridad,
ligado a una situación presente. El orden imaginario del
que la rememoración garantiza la formación del afecto
de seguridad es el resultado de la asociación de la imagen
de salida de un peligro a las imágenes de las cosas que se
oponen a ese peligro. Basta entonces con esgrimir, por ejemplo,
la amenaza e un retorno al estado de naturaleza, de la disolución
de estado civil, para que la situación presente, cualquiera
que sea la violencia de la que el gobierno de muestras, permita
a cada ciudadano representarse el futuro con seguridad(46).
Es porque la imagen de los peligros inminentes consecutivos a un
retorno al estado de naturaleza es contrariado por la percepción
de la perpetuación del estado civil, que se podrá
producir un nuevo afecto de seguridad cada vez que los peligros
del estado de naturaleza sean evocados. El hecho de que la sociedad
no deje de triunfar de este estado asegura, sobre el fondo de la
rememoración constante de esta resistencia a la disolución,
la renovación de la idea de la salvaguardia futura del régimen.
Es así como la memoria de un orden de acontecimientos pasados
permite la representación de la presencia de su salida futura.
El Estado no opera la presentificación del futuro en la imaginación
de los sujetos más que a partir de un recuerdo que les proteja
de un futuro incierto. Si la imagen de ese futuro incierto ha sido
ya relacionada, en la memoria de los ciudadanos, con los acontecimientos
que niegan su existencia, no dudarán más de la presencia
de las causas que en el futuro se opondrán a su producción.
El afecto de seguridad engendrado al estimular el temor del estado
de naturaleza o de la violación de las leyes, no alcanza
más que aquello que una asociación de recuerdos permite
prever. la concordia que el soberano es capaz de establecer a partir
del afecto de seguridad depende, así, del orden imaginario
que habrá podido imponer a sus sujetos.
¿En qué medida este afecto de seguridad, que dirige
la multitud como por un único espíritu, asegura la
reproducción del deseo de obedecer al soberano? A condición
de que las ventajas futuras, de las que los ciudadanos consideran
su presencia, les caiga como un beneficio descontado de la violación
de las leyes. Ahora bien, la reducción del temor al estado
de naturaleza, de la violación de las leyes, consecutivo
al afecto de seguridad, es suficiente para triunfar del deseo de
los beneficios que implican la disolución del estado civil.
La multitud desea mantener la causa del afecto que la hace contemplar
el futuro con una alegría constante(47). El cuerpo político
engendra una forma temporal que relaciona el deseo de obedecer en
el presente con la percepción no perturbada de la salida
favorable en el futuro. La potencia soberana modifica la representación
del futuro que se hacen los ciudadanos: ya no es un posible indeterminado
que se cree o espera, sino que aparece como la consecuencia directa
de la acción de la colectividad. Pero el soberano es víctima
del orden imaginario al que da forma: el afecto de seguridad no
podrá llevarle contra los deseos que no traigan en germen
la destrucción del cuerpo político. El deseo de conservación
del cuerpo político engendrado por el afecto de seguridad
pierde su fuerza, puesto que debe asegurar la obediencia a leyes
inicuas, cuya abolición no entrañaría la ruina
del Estado. El deseo de seguridad se hace, así, compatible
con todos los deseos que no reaviven el temor al estado de naturaleza,
o el miedo de peligros, sabiamente mantenido por el soberano. Bajo
el impulso de las pasiones, el deseo de asegurar la conservación
del Estado no parece oponerse a la violación puntual de ciertas
leyes: sólo la razón indica que la generalización
de esta actitud provocaría la caída del Estado(48).
No mantener sus compromisos parece, para la multitud, como un modo
de liberarse de formas temporales serviles, que relacionan la persistencia
del abandono de tal bien presente con la constante intensidad del
temor de algún mal futuro, o con la seguridad de alegrarse
de beneficios, también futuros. Pero la acción política
de la multitud no consiste solamente en aprovechar la ocasión
de una debilidad de la esclavitud temporal, impuesta por los dirigentes,
para reencontrar el ejercicio de la soberanía. Esta acción
supone la conversión de la potencia soberana en una sucesión
de ocasiones en las que establecer, abolir o reformar las instituciones
del régimen, lo que no sabría denegarle el poder de
estabilizar su duración cuando deseara conservar las instituciones
de las que se ha dotado. Así, no es solamente la inestabilidad
de la duración de la multitud lo que conserva la soberanía
en una sucesión de ocasiones, sino más bien al contrario:
la capacidad de la masa de ejercer su vigilancia(49).
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1. Eth. II, def. V. (Ética, trad. de
Vidal Peña, Madrid, Alianza)
2. Eth. II, prop. XLIV, esc.
3. TP V, I y II. [Tratado político, trad. de
Atilano Domínguez, Madrid, Alianza]
4. Hemos modificado la traducción de Appuhn en la primera
cita, para acordarla con la segunda, en donde la expresión
ab eo tempore remite a un momento determinado (TTP
XVI, pp. 346-347, Gebhardt III, p. 198; TTP XIX, p. 396,
G. III, p. 231) [Tratado teológico-político,
trad. de Atilano Domínguez, Madrid, Alianza)
5. PM 10, p. 271. [Pensamientos metafísicos,
trad. de Atilano Domínguez, Madrid, Alianza. En el mismo
volumen Tratado de la reforma del entendimiento y Principios
de filosofía de Descartes.]
6. TTP II, pp. 110-111
7. Eth. IV, prop. XXXVII, esc. II; TP X, 10.
8. TTP V, p. 157, G. III, p. 73; Eth IV, prop. IX-XIII
y XVI-XVII.
9. Eth. III, prop. XVIII, esc. I
10. TP X, 10. Tanto en el Tratado teológico-político
(TTP) como en el Tratado político (TP) se trata
de «tomar en consideración» (habent rationen;
habita ratione) el futuro.
11. Eth. III, def. XII y XIII de los afectos.
12. Eth. IV, prop. XVI
13. TP, X, 8. Spinoza critica, así, a quien «se
abstiene de las malas acciones y cumple los preceptos divinos como
esclavo (servus),... y por ese servicio espera ser agasajado
por Dios». (Carta XLIII a Jacob Ostens, G. IV, p. 221 [trad.
de Atilano Domínguez, Madrid, Alianza]; cf. Eth. II,
prop. XLIX, esc. y IV, prop. LXIII, esc.) Es, pues, posible, manipular
esta servidumbre voluntaria (TP, VII, 6).
14. TTP, IV, p. 141, G. III, p. 63
15. Ibid., p. 137, G. III, p. 58
16. Idib., p. 137, G. III, p. 59
17. TP, V, 2
18. TTP, IV, p. 137, G. III, p. 59
19. TTP, XVII, 351, G. III, p. 202
20. TP, II; «... Moisés, que había ganado
totalmente, no con engaños, sino con la virtud divina, el
juicio de su pueblo, porque se creía que era divino y que
todo lo decía y hacía por inspiración divina[...]»
(TTP, XX, p. 409, G. III, p. 239)
21. TTP, V, p. 153, G. III, p. 70. Sobre la noción
de ingenium nacional, cf. P-F Moreau, op. Cit., pp 427-440
22. TTP, XX, p. 411, G. III, p. 241
23. TP, V, 2
24. TTP, XVII, p. 354, G. III, p. 203; TP VI, 6
25. «... ad tutandam vitam et republican» (TTP,
IV, p. 138, G. III, p. 59).
26. TP, I, 6; TTP, XVII, p. 353
27. TP, V, 3 y X, 1
28. TP, V, 6. Como precisa Spinoza al tratar de la monarquía
(VII, 26), las instituciones deducidas en el Tratado político
son adaptadas a los diferentes regímenes, puesto que se supone
que han sido establecidas por una «multitud libre»,
es decir, que no es sumisa a otro pueblo.
29. TP, V, 4.
30. TTP, XX, p. 410, G. III, p. 240
31. TP, VI, 4. La seguridad no es un fin, entre otros, del
Estado: «la sociedad es sumamente útil e igualmente
necesaria, no sólo para vivir en seguridad frente a los enemigos,
sino para tener abundancia de cosas» (TTP, V, p. 157,
G. III, p. 73).
32. TP, II, 21 y III, 7. Eth. IV, prop. XXXV y XL.
33. TP, VI, 1 y III, 9
34. TTP, XX, p. 412, G. III, p. 241; TP III, 5 y 6,
VI, 39
35. Eth. IV, Apéndice, cap. XVI
36. La seguridad objetiva se califica, con frecuencia, con el término
tutus (cf. TP, VII, 16).
37. TP, III, 6
38. TP, III, 3
39. TP, X, 9
40. Eth. I, apénd., p. 102
41. Eth. III, def. XIVde los afectos, explic.
42. TTP, IV, p. 136
43. Eth. IV, prop. XLVII, esc.
44. Eth. III, prop. XLVII, esc. Citamos la traducción
de Pautrat.
45. Ibid.
46. cf. Hobbes, Leviatán XVIII, p. 150 (trad. de M.
Sánchez Marto, México, Fondo de Cultura Económica)
47. Eth. III, prop. XII
48. Actuar contra el decreto del soberano es siempre una cto de
rebelión, «puesto que, si todo el mundo obrara del
mismo modo, se seguiría de ello la ruina del Estado»
(TTP XX, p. 412, G. II, p. 241); «... si la razón
aconsejara eso, se lo aconsejaría a todos los hombres»
(Eth IV, LXXII, esc.)
TP, VIII, 4
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