Las
multitudes en el Imperio
Alternativas a la biopolítica
:. Saverio Ansaldi
¿Cuál
es la forma política que caracteriza a la globalización?
¿La mundialización de los mercados y de la producción
capitalista se mantiene por una soberanía y por un poder
que determinan las modalidades complejas de afirmación? Por
otro lado, ¿podemos afrontar, en esta globalización
y en esta (eventual) soberanía planetaria, estrategias de
resistencia y de liberación, alternativas capaces de mostrarnos
la emergencia y la constitución de nuevos procesos de subjetivación?
Estas son algunas de las cuestiones que se plantean, y a las que
tratan de dar respuesta M. Hardt y A. Negri en su última
obra consagrada al «Imperio» (Empire, Cambridge,
Harvad University Press, 2000). Se trata, para los autores, de explicitar
un doble envite, que no da cuenta de una dialéctica,
sino más bien de una doble relación de implicación:
los modos de producción no pueden existir más que
apoyándose en un orden político, creando así
prácticas sociales de control. Pero, al mismo tiempo, nuevas
maneras de vivir y de producir no pueden sino dar lugar a modos
de producción y a un orden político que tiende a subsumirlos
por prácticas de control. Esta doble relación de implicación
clarifica la especificidad del Imperio -que escapa, de igual modo,
a una lógica puramente dialéctica, que opondría
un «objeto» a un «sujeto», una forma-Estado
a la problemática del Imperio. Esta se determina, en primer
lugar, por un simple hecho: existe un orden mundial. Este orden
se expresa dentro de una «formación jurídica»
(p.3). La experiencia del Imperio llama a una fenomenología
de la que el despliegue sigue todos los tránsitos de lo real:
la existencia de hecho de un nuevo orden mundial se inscribe dentro
de una transformación profunda del derecho, y dentro de una
nueva concepción de la autoridad política. El dominio
jurídico no representa aquí, en modo alguno, el marco
abstracto de la resolución de los conflictos sociales y políticos,
nacionales y/o internacionales -más bien define, de una manera
concreta, el dominio de los cambios y de las modificaciones «de
la constitución material del poder y del orden mundial»
(p.9). La constitución material designa los procesos socio-productivos
que inducen a transformaciones incesantes de formas de vida a escala
planetaria. El derecho no puede sino aprehender estos procesos,
integrándolos en su ejercicio fundador. De ese modo, facilita
las bases para la autoridad política -para el ejercicio de
la soberanía. Es por lo que, desde este punto de vista, interrogarse
sobre la soberanía que caracteriza a la globalización
nos lleva a plantear de nuevo la cuestión del Imperio. En
otros términos: es posible identificar prácticas jurídicas
internacionales de las que el modus operandi remite a la
constitución de un orden mundial (imperial) ejercido por
instituciones: las Naciones Unidas, desde la Guerra del Golfo hasta
Kosovo, sustentan y ponen en práctica un derecho de intervención,
en tanto que modo de resolución de las crisis regionales
y nacionales, que les asemeja cada vez más a una policía
mundializada. Las ONGs, a partir de la defensa de los derechos del
hombre, facilitan el marco «moral» necesario a toda
intervención reguladora por parte de Naciones Unidas. La
«ética» y el «derecho» dan cuenta,
aquí, de las transformaciones que afectan a la constitución
material del orden mundial: su relación no evoca una simple
yuxtaposición de criterios de acción, señala
la estrecha interdependencia que, en el Imperio, regula el ejercicio
de soberanía.
La
soberanía biopolítica del Imperio
Es la legitimación de la fuerza lo que, de manera
evidente está en juego en estas prácticas. Sin duda,
el problema no es nuevo: desde Hobbes, está en el corazón
del pensamiento político moderno. ¿Cómo puede
el soberano ejercer toda la fuerza de la que dispone sin,
no obstante, aniquilar la fuente de su poder, sin aniquilar la vida
de esos sujetos? Tal era la cuestión hobbesiana. La respuesta
imperial es radical y reside en la desterritorialización
de la soberanía. El Imperio carece de centro, es universal
y local, actúa según una dinámica que es, al
mismo tiempo, de identificación y de diferenciación:
la «diferencia» (étnica, económica, política
o social) es la mediación necesaria que sustenta su acción
de desterritorialización, es decir, la inclusión identitaria,
por el derecho, de lo que escapa a su control. Es así que
el Imperio no conoce fronteras -o mejor: no existe más que
desplazando, sin cesar, sus límites; ajustando y corrigiendo,
por medio de la intervención jurídico-policial, las
contradicciones que tienden a debilitar su soberanía.
La legitimación de la fuerza en el Imperio remite, así,
a un origen biopolítico de la soberanía. Los autores
se refieren aquí explícitamente al pensamiento de
Foucault(1). El paso de la sociedad disciplinaria a la sociedad
de control define, en Foucault, los cambios que afectan al ejercicio
de los poderes en los Estados posmodernos; este ejercicio se efectúa
mediante la regulación vital de los sujetos, mediante la
asunción de su conocimiento y de su afectividad. Los poderes
actúan como máquinas de captura de las multiplicidades,
transformándose, así, los sujetos, en singularidades
que no se enfrentan directamente a la dureza disciplinaria del Estado
moderno y de sus técnicas, sino que se sitúan en un
plano de inmanencia productor de actividad y de acontecimientos.
La vida de los sujetos se reproduce y se crea huyendo de las máquinas
de control del Estado. El biopoder no puede sino reenviar a la potencia
de los sujetos y a sus tecnologías (afectivas, cognitivas,
productivas) de emancipación. La herencia foucaultiana permite,
en este sentido, clarificar las modalidades de constitución
de la soberanía imperial. El Imperio legitima su fuerza soberana
mediante el desarrollo incesante de procedimientos dirigidos
a controlar la producción de potencia de los sujetos: la
comunicación, los mercados financieros, las multinacionales
se presentan como poseyendo las normas capaces de justificar la
autoridad ejercida sobre los sujetos. Es a este nivel que el Imperio
afirma toda su racionalidad: en la transformación
jurídica de los procesos sociales, económicos y políticos
expresados por la biopotencia de los sujetos.
En este sentido, el Imperio recela de los aspectos positivos o constitutivos:
al ser su soberanía biopolítica completamente inmanente
a la producción y a la reproducción de los sujetos,
permite construir y determinar un «potencial de liberación»
(p. 43). La fuerza del Imperio reside, igualmente, en su capacidad
de producir siempre nuevas formas de subjetividad, nuevos modos
de producción, nuevos saberes y nuevas relaciones sociales.
Para existir y para ejercer su soberanía, el Imperio tiene
la necesidad del crecimiento y del desarrollo de esos sujetos; es
así como puede legitimar su fuerza. El Imperio se presenta
como un águila de dos cabezas: de un lado tenemos la estructura
jurídica y el poder constituido, fundados sobre la máquina
del dominio biopolítico y pensados para regular, a través
de la paz y el orden, las rupturas y las contradicciones; por otra
parte, está la multitud plural de la subjetividades
productivas, verdadera constelación de singularidades, capaces,
en virtud de su biopotencia, de imponer al Imperio perpetuas reconfiguraciones
de su soberanía (p. 60).
La
afirmación de la multitud posmoderna
M. Hardt y A. Negri insisten en el hecho de que no se trata aquí
de ningún tipo de dialéctica: la relación entre
el Imperio y la multitud de los sujetos no se resuelve en una relación
entre un «sistema» y «movimientos antisistémicos»,
siguiendo una explicación luhmaniana. Antes bien, esta relación
configura una «secuencia de movimientos» producidos
en un espacio liso y al mismo tiempo fundamentado en una multitud
nómada, en nuevas formas de subjetividades, híbridas
y mutantes, tecnologizadas y mestizas (p. 61). Nuevas fuerzas constituyentes
operan en el Imperio: «la potencia desterritorializada de
la multitud es la fuerza productiva que sostiene el Imperio, y al
mismo tiempo la fuerza que requiere y vuelve necesaria su destrucción»
(ibid.). El análisis de Hardt y de Negri se vuelve, aquí,
deudor del spinozismo. Spinoza, en el corazón del s. XVII,
da la vuelta al modelo hobbesiano de ciencia política: la
multitud no es lo negativo del poder, el abismo de fondo desde el
cual puede, en todo momento, oscurecer la racionalidad del soberano
-es, por contra, la plena positividad de la potencia natural, la
parte clara y gozosa de la ontología, la constitución
común de la emancipación y de la liberación
de la servidumbre(2). El deseo que recorre la multitud spinoziana
puede, igualmente, designar el campo de afirmación de la
multitud posmoderna, su actividad inmanente y su potencia resueltamente
materialista, más allá de todo determinismo utópico
y de todo finalismo historicista. Así, el «fin de la
historia» anunciado por los profetas del nuevo orden mundial
representa el único espacio experimental capaz de
abrir de nuevo perspectivas emancipadoras, y de crear las condiciones
para la libre afirmación de la multitud y de sus singularidades
(Spinoza se une aquí con Maquiavelo, releído a través
de los ojos de Althusser)(3) (p. 63-66).
Ahora bien, si la relacion de implicación que estructura
el biopoder del Imperio y produce la biopotencia de la multitud
proporciona a los dos actores el marco conceptual necesario para
la aprehensión general de la problemática, queda por
saber cómo y por qué ha podido construirse el Imperio.
¿Cómo hemos pasado de una soberanía estática
y nacional a una soberanía imperial? Por otro lado, ¿cuál
es la diferencia entre el imperialismo que caracteriza la formación
del Estado moderno y el Imperio que marca la emergencia del Estado
posmoderno? ¿Podemos identificar, desde este punto de vista,
una estructura estática capaz de resumir, en virtud de su
historia y de su acción, el sentido de las prácticas
imperiales? El conjunto de estas cuestiones atraviesa la segunda
parte de su libro, que alimenta y mantiene análisis apasionantes.
La genealogía del Imperio reviste de una nueva lectura a
la filosofía política occidental a partir del Renacimiento:
el paso de la soberanía nacional a la soberanía imperial
muestra el combate que los filósofos de la «trascendencia»
han sostenido, sin cesar, con los filósofos de la «inmanencia»,
para legitimar la violencia autoritaria del Estado moderno. Combate
titánico, en el corazón de la modernidad, cuya finalidad
reside en la purificación del pensamiento de todo
componente materialista y revolucionario. La modernidad no puede,
así, sino dar cuenta de la crisis perpetua entre las
fuerzas creadoras y constructivas de la inmanencia y el poder trascendente
que trabaja constantemente por la restauración del orden
y del equilibrio. Duns Scoto, Giordano Bruno, Spinoza y Marx se
oponen aquí a Descartes, a Hobbes, a Rousseau, a Kant y a
Hegel. La perspectiva trazada por M. Hardt y A. Negri permite plantear,
desde otro punto de vista, la cuestión del humanismo, que
estaba ya en el centro de Las palabras y las cosas de Foucault:
en la posmodernidad, no se trataría tanto de proponer un
«antihumanismo», con el fin de responder a las «crisis»
de la modernidad, sino, más radicalmente, de pensar, con
todas sus consecuencias, la nueva «naturaleza humana»,
de inventar «otro» proyecto humano, relacionado con
las potencialidades infinitas y con las virtualidades incesantes
de un mundo de mutantes -una cyborg naturaleza, forma modular
entre las producciones biopolíticas del Imperio y la biopotencia
deseante de la multitud (p. 91-92).
Nación
y soberanía popular
La «crisis» que determina y funda el desplazamiento
del pensamiento moderno proporciona el basamento ideológico
y procesal a la «modernidad de lo político».
Aquí, el concepto clave es el de «nación».
Es la nación quien engloba el espacio de la soberanía,
y quien permite transformar la multitud en pueblo. Paso que
es esencial a la modernidad, cuyas consecuencias se revelan decisivas
para la historia del planeta. Este paso es posible cuando el absolutismo
monárquico transforma, por medio de la imposición
de las formas capitalistas de la producción y del desarrollo
de la administración, el territorio del Estado y de los sujetos
que lo pueblan en un ideal abstracto y en un concepto político.
«El concepto moderno de nación proviene del cuerpo
patrimonial del estado monárquico, y de ahí reinventa
una nueva forma» (p. 95). Nueva forma recorrida por tensiones
y contradicciones que tienden, sin cesar, a la anulación
y a la vejación: la soberanía no puede imponerse más
que creando crisis indispensables para la legitimación de
su fuerza (acumulación capitalista, burocratización
de la administración, prácticas disciplinarias). No
obstante, es por medio de la integración de estos diferentes
procesos que la nación puede identificarse con un pueblo
sobre el que ejerce su soberanía absoluta. Negri y Hardt
señalan, desde esta perspectiva, el enorme trabajo teórico
realizado por Sieyès y Burke: la producción de una
identidad nacional como representación última de
la soberanía popular, como cumbre histórica alcanzada
por la hegemonía económica y política de la
burguesía. La soberanía nacional sanciona una victoria
de clase: la dinámica revolucionaria de la multitud, marcada
por la diferencia y las singularidades de sus componentes, y absorvida
desde finales del siglo XVIII por la homogenización y el
repliegue identitario del pueblo burgués -único y
exclusivo fundamento del Estado.
La construcción de la identidad nacional constituye, igualmente,
la mediación irrebasable que lleva a los grandes Estados
europeos al colonialismo y al imperialismo. La legitimación
de la explotación impuesta a los países conquistados
se efectúa a través de la definición de una
dialéctica antropológica que opone lo «Mismo»
a lo «Otro». «El colonialismo es una máquina
abstracta que produce la alteridad y la identidad» (p. 129).
El Estado-nación europeo no puede apenas subsistir sin la
pretendida alteridad de los colonizados: es precisamente esta alteridad
la que justifica la intervención imperialista, es decir,
la política extranjera que finaliza con la instauración
del modelo centralizado de soberanía. Ahora bien, «el
fin del colonialismo y el declive del poder de la nación
testimonia el paso que, del paradigma de la soberanía moderna
conduce al paradigma de la soberanía imperial» (p.137).
Este paso, fundamental y profundo, se inscribe en la propia historia
de la nación norteamericana y de su modelo de soberanía.
«La Revolución norteamericana representa un momento
de gran innovación y de ruptura en la genealogía de
la soberanía moderna» (p. 160). Es esta innovación
y esta ruptura lo que los dos autores sacan a la luz de una forma
extremadamente densa y fecunda. La historia de la soberanía
norteamericana se configura siguiendo una dinámica de expansión,
que asocia el proyecto democrático de los Padres fundadores
al deseo de inclusión de un poder constituyente que actúa
mediante redes y mediante procesos de compensación de los
conflictos. Todas las fases de la historia norteamericana están
determinadas por esta doble posición: de Thomas Jefferson
a Bill Clinton, esta dinámica dirige las opciones efectúadas
por los Estados Unidos tanto en materia económica como política
y social -y esto a escala mundial. Desde el comienzo, la constitución
norteamericana es «imperial»: «La idea contemporánea
de Imperio ha nacido a través de la expansión global
del proyecto constitucional norteamericano» (p. 182). Es decir,
que la soberanía no distingue entre el «interior»
y el «exterior»: el horizonte de su desplazamiento es
potencialmente infinito y no reconoce fronteras. O mejor aún:
el límite, las fronteras, representan déficits que
la constitución debe, en cada etapa, rehacer y superar, con
el fin de poder mostrar su eficacia y, sobre todo, su superioridad.
La
soberanía inclusiva y desnacionalizada del Imperio
La genealogía del Imperio se identifica con la afirmación
planetaria del poder norteamericano y de su soberanía inclusiva;
es ahí donde reside la ruptura decisiva con la soberanía
moderna, fundamentada en la nación. Ésta no puede
existir sin un «afuera» que legitime el empleo de su
fuerza y de su derecho; es por esto que el imperialismo europeo
requiere la invención del «otro» (raza, sistema
económico o político «subdesarrollado»).
El «afuera» en donde se sitúa el «otro»
permite, de este modo, al pueblo que encarna la política
de la nación, definir su identidad y justificar su función
frente al pueblo a someter. No es así en el Imperio: para
la soberanía imperial no existe «afuera». En
efecto, «la dialéctica moderna del dentro y fuera ha
sido reemplazada por un juego de grados de intensidad, de hibridación
y de artificialidad... El espacio estriado de la modernidad construía
lugares continuamente tomados de un juego dialéctico
y fundados sobre sus afueras. Por el contrario, el espacio de la
soberanía imperial es liso... En este espacio liso del Imperio
no existe ningún lugar de poder -el poder está a un
tiempo en todos los sitios y en ninguno. El Imperio es una , o verdaderamente
un no-lugar (187-190). Es por esto que la corrupción,
y no la crisis, es el modo de afirmación propio de la soberanía
imperial. A diferencia de la nación moderna, el Imperio,
para existir, tiene la necesidad de contradicciones deslocalizadas
e inaprehensibles, de relaciones inestables y accidentales: su «estabilidad»
se relaciona con la inestabilidad, con la impureza y con el magma
de las relaciones. Su «ontología» es débil
y pacificadora -y es de este modo como puede ejercer sus principales
funciones de mandato: la inclusión, la diferenciación
y el management. El aparato imperial alimenta, en un primer
tiempo, un consenso liberal consagrado a la pacificación
y a la estabilización de las relaciones políticas
y sociales; segundo: celebra el culto de las diferencias (nacionales,
culturales, étnicas) y, tercero, aplica a estas identidades
y diferencias una gestión económica jerarquizada por
el mando capitalista(4).
El modelo político imperial no implica solamente una redefinición
de la soberanía y de sus modalidades de aplicación,
sino que actualiza igualmente los cambios profundos e irreversibles
de los modos de producción. Y es ahí en donde se halla
la cuestión de la biopolítica. En efecto, se ha visto
que la soberanía imperial atraviesa, de manera inmanente,
todas las subjetividades sobre las que ejerce su acción.
Se trata de una soberanía eminentemente bioproductiva. En
la tercera parte de la obra, M. Hardt y T. Negri describen los pasos
de producción que definen la transición de la modernidad
al posmoderno. La historia del capital y de sus transformaciones
posmodernas es contemporánea al declive del Estado moderno
y al nacimiento del Imperio. El concepto central en esta parte es,
naturalmente, el de trabajo -y su explotación. En efecto,
la biopolítica que funda la soberanía imperial determina
nuevas formas de explotación, perfectamente compatibles
con los nuevos modos de producción expresados por la
biopotencia de la multitud. Hardt y Negri insisten, desde esta perspectiva,
en la centralidad «ontológica» del trabajo inmaterial
en la esfera productiva de la biopolítica imperial. Este
concepto marxiano de los Grundrisse deviene, en la óptica
adoptada aquí, el signo de una verdadera «mutación
antropológica» (p.289). La informatización,
la producción en red, el carácter abstracto y simbólico
del valor, el investimento afectivo en las tareas designan otros
tantos cambios que revelan la emergencia de una «nueva condición
humana» (291). La economía cognitiva -interactiva y
cybernética- nos muestra una naturaleza humana cada vez más
«maquínica» -órganos, cuerpo y cerebros
en conexión con herramientas, lenguajes y códigos.
De este modo, el trabajo inmaterial se descentraliza y se desterritorializa,
se desarrolla en medio de conexiones horizontales que tienden a
escapar del control vertical del capital. Este trabajo inmaterial
sólo puede ser cooperativo, creador de valor compartido,
inmanente a las modalidades de su despliegue y de su afirmación.
Es ahí en donde reside su potencial de liberación,
frente a la soberanía capitalista, pues está ya insertada
en una serie de luchas posmodernas (Los Angeles, Chiapas, Corea,
Francia). Estas luchas, a diferencia de las luchas «sistémicas»
que caracterizan los combates de la clase obrera moderna, son «acontecimientos»,
es decir, que se presentan como siendo la extensión de singularidades
actuando sobre el espacio liso del biopoder imperial. El trabajo
inmaterial, en sus reivindicaciones, no es cíclico, sino
serial -inscrito en las líneas de fuga que constituyen el
sentido de su dinámica.
La
subsunción real de la multitud
De ahí las respuestas del capital imperial y biopolítico.
El control sobre la biopotencia expresado por el trabajo inmaterial
de la multitud encuentra su punto de aplicación en las ramificaciones
infinitas de la subsunción real. La producción autónoma
y cooperativa de la multitud requiere una normalización
que se efectúa a través de la instauración
de una «constitución global» que representa y
sintetiza la soberanía imperial del capital posmoderno. Hardt
y Negri describen esta constitución global como una pirámide
de tres niveles, de los que cada uno incluye numerosos componentes.
En el vértice se encuentran los Estados Unidos, que actúan
en concordancia con los componentes representados en las Naciones
Unidas, los países del G7 y las asociaciones de los grandes
grupos financieros. Las multinacionales que, gracias a sus redes
dominan los flujos de capitales, las tecnologías punta y
poblaciones, constituyen el nivel intermedio. El poder de las multinacionales
en redes actúa directamente sobre los Estados-nación,
a los que confía la «regulación local»
de la producción biopolítica. En ese sentido, los
Estados-nación operan como «filtros» de la subsunción
real planetaria. El último nivel lo encarnan los organismos
encargados de representar las instancias de la multitud, tales como
ciertos Estados no pertenecientes al G7 o ciertas ONGs que huyen
de las funciones puramente imperiales (p. 309-314). El objetivo
que persigue la «pirámide» consiste, evidentemente,
en la segmentación de la multitud y el debilitamiento de
su potencia. Los medios en que se apoya para ejercer su autoridad
y su control biopolítico son, esencialmente, tres: el arma
atómica, las finanzas (globalización de los mercados)
y la comunicación (televisiones, estrategias educativas y
culturales) (p. 345). Estos tres medios de control están
estrechamente ligados a los tres niveles principales de la «pirámide»
imperial: su funcionamiento inclusivo asegura el gobierno (o, podríamos
decir, la gobernabilidad) de la multitud por medio de la
alianza fundadora de la soberanía desterritorializada de
la subsunción real.
Ahora bien, y es éste el objeto de la última parte
del libro, «¿cómo puede la multitud devenir
sujeto político en el contexto del Imperio?».
En efecto, «la constitución del Imperio no es la causa,
sino la consecuencia de la potencia de la multitud» (p. 394).
Un primer elemento de respuesta reside en la construcción
colectiva de espacios de liberación: «Lo común
es la encarnación, la producción y la liberación
de la multitud» (p. 303). La potencia de la multitud puede
-y debe- devenir común, crear una constitución material
y materialista de lo político de los procesos de diferenciación,
opuestos a la diferencia estabilizadora de la soberanía y
de la economía imperiales. La construcción del común
configura la multitud como el nuevo proletariado del Imperio;
en otras palabras: como la fuente, autónoma y potente, del
valor generalizado y globalizado -inmediatamente cooperativo (p.
402). Se trata de un proletariado nómada, móvil, capaz,
desde la complejidad maquínica de sus «órganos»
(afectos, cerebros, saberes) y por la hibridación de sus
acciones (luchas, resistencias), de apropiarse de la riqueza que
produce. La apropiación del valor -el devenir político
de la multitud- se efectúa, precisamente, sobre el terreno
del nomadismo, del éxodo, de la fuga y de la deserción.
Al igual que el Imperio, la potencia de la multitud proletaria carece
de lugar, no conoce fronteras ni límites. La experiencia
del Imperio -sin duda delirante, a veces trágica- representa
la única posibilidad que se le ofrece a la multitud
para afirmar su poder constituyente(5). Posibilidad que se inscribe
profundamente en la biopolítica, y que define la soberanía
y la economía imperiales. Es produciendo su vida como, en
primer lugar, la multitud se apropia de toda su potencia. Esta producción
se identifica con la apropiación del lenguaje y de la comunicación.
El poder constituyente de la multitud reside en la transformación
del lenguaje y de la comunicación en formas de vida emancipadoras,
creadoras de un nuevo horizonte jurídico (salario garantizado)
y orientadas a la cooperación del trabajo inmaterial. Empire
es un gran libro de filosofía política. Comenzando
por la asombrosa riqueza de sus análisis, continuando por
la fuerza de su constructivismo.
El
retorno problemático del sujeto
Para concluir, se imponen dos observaciones. La primera concierne
al papel de Europa: ¿Se aparta verdaderamente de la escena
mundial, tras el fin del colonialismo? ¿No abriga, probablemente,
en esos Estados-nación en declive, redes de biopotencia necesarias
para la construcción de alternativas y de resistencias al
Imperio? ¿Ciertas estructuras del Welfare State (salud, educación)
pueden representar aún, dentro de un contexto biopolítico
y no disciplinario, espacios reales de emancipación, y plastificarse
en medios de hibridación capaces de aumentar el potencial
de liberación de la multitud? Por otro lado, ¿por
qué pensar la potencia de la multitud en términos
de sujeto? Dicho de otro modo: ¿por qué introducir
un elemento unificador y organizacional en la multiplicidad nómada
y dispersa de las multitudes? ¿La noción de
sujeto no amenaza con introducir la sombra amenazante de la dialéctica,
allí donde precisamente no existe dialéctica, donde
el nomadismo de la biopotencia de las multitudes es ya constituyente?
El nomadismo o el éxodo se expresan sobre un plano de inmanencia
que no reconoce más que singularidades comunes. El
oxímoron clarifica, a nuestro modo de ver, la «especificidad
ontológica» de las multitudes posmodernas, su pluralidad
irreductible que tiende a escapar al trascendental totalizante
del sujeto (aunque sea portador de liberación). Las multiplicidades
diseminadas de las multitudes probablemente actúan siguiendo
trayectorias y recorridos que están en el Imperio, pero encontrándose
ya mucho más allá de su acción y de su historia.
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1. M. Foucault, La voluntad de saber, I (Historia
de la sexualidad,), Ed. S. XXI, 1982; «Naissance de la biopolitique»,
Dits et écrits, Gallimard, 1994, 3, p. 818-825; Il faut défendre
la societé, Seuil-Gallimard, 1997. [Hay que defender la sociedad.
Ed. Amalgesto, Buenos Aires, Argentina; 1992]
2. Spinoza, Tratado político, Alianza, en particular los
capítulos II y III.
3. L. Althusser, «Machiavel et nous», Écrits
philosophiques et politiques, Stock/Imec, 1995, 2, p. 39-168.
4. Se trata, por ejemplo, del procedimiento que normalmente siguen
las multinacionales de la banana en América Central (p. 200).
5. A. Negri, El poder constituyente, Ed. Libertarias, 1993.
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