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Europa, piedra de toque imperial
Para una investigación sobre el federalismo real

:.Yann-Moulier Boutang


La moderna nave de las Naciones hace aguas por todas partes, en su origen histórico que es Europa. Numerosos ataques bruscos permiten decir, como en la batalla naval: «tocado». Vean el miedo serbio, aguardando el epílogo montenegrino; vean Córcega, y, sobre todo, el brutal debate acerca de la reforma de las instituciones de la Unión europea, cuando la tinta de los tratados de Maastricht y de Amsterdam apenas se ha secado. La cuestión federal ha hecho ya implosionar a la derecha, y podría tener efectos considerables en el Partido socialista, si nos atenemos a la disidencia chevenementista. El orden moderno de los Estados-naciones, que domesticó las Ciudades-Estados con el absolutismo e inscribió al Pueblo y sus tres Revoluciones (la inglesa, la francesa y la rusa) en la martingala del poder soberano, se ha agotado. Esto ya comenzó hace mucho, desde el desastre de las dos guerras mundiales. Las naciones europeas, y las más orgullosas de entre ellas, Francia e Inglaterra, perdieron el derecho de gobernar su Imperio, es decir, su porción de mundo, con los últimos restos de descolonización. Los viejos imperios portugueses, holandeses y españoles conocieron las mismas desposesiones de los asuntos del Mundo. Más tarde, las veleidades alemanas e italianas fueron igualmente desechas, sin que aparentemente la lección fuera tomada por países vecinos que rodaban sobre sus despojos. Sólo una ínfima minoría de hombres políticos, más bien liberales (Aristide Briand, Gustav Stresemann) toma la medida del desastre entre la dos guerras mundiales. Fue necesario el agujero negro del nazismo y el despedazamiento, no ya de Polonia, sino de toda la Mittel-Europa, para que una minoría un poco más grande (esencialmente democratacristiana, sin duda la más próxima de haber sentido la idea de cristiandad definitivamente comprometida y erradicada por el fascismo) comprende finalmente que la idea de Nación y su contenido prosaico no tenía ya la fórmula del orden del mundo. Era la edad de oro de los nuevos Imperios. Uno, el norteamericano, adaptando la frontera y el mecanismo potente incluso del capitalismo; el otro, el soviético, el accidente milagroso, la excepción que dura, la esperanza de una liberación por la política, resorte también potente, capaz de resistir a las espantosas demencias de la realidad. Europeos de todo tipo, desde patrones hasta militantes revolucionarios, desde hombres políticos hasta artistas, conocieron la humillación de papeles secundarios. El sol de la eficacia, de la democracia, de la libertad se levantaba en el Este o en el Oeste, poco importa, pero ya no se levantaba sobre una Inglaterra en la que el astro, durante más de un siglo, jamás se había acostado; y París no era ya el ombligo del mundo o de la cultura que se produce para el mundo. Incluso los pueblos del Sur contestaban la sacrosanta cultura que Norteamérica dejaba aún como premio de consolación a esos peligrosos ancianos que habían puesto el planeta a fuego y sangre, amenazando la indispensable paz mercantil. Esta última puede no ser muy tacaña: puede aceptar desórdenes locales, pero no la incertidumbre global sobre todas las transacciones de una guerra sin objetivos limitados y precisos.
De un lado, en Francia, los gaullistas históricos fueron tratados sucesivamente de terroristas; después, por parte Norteamericana, de grupúsculo de liberación. Por otro lado, reducidas las vanguardias comunistas europeas al papel de quintacolumnistas de los intereses de la patria soviética, comenzaron a alimentar esperanzas de resurrección de una Nación independiente frente a los nuevos Imperios. Esa fue una de las bases del compromiso histórico, construido en el rechazo del atlantismo y el torpedeo de la ratificación del tratado de la Comunidad Europea de Defensa de 1954. En el país más debastado por el nazismo y el fascismo, los democratacristianos, apoyándose a la vez en la tradición protestante de defensa de las minorías frente al Estado total, y en la tradición católica de desconfianza frente a nacionalizaciones totales de la religión y de la política; dotados de una verdadera ideología europea no imperial, no moderna, profundamente extraña al capitalismo liberal, comenzaron por entonces a poner las bases, el pedestal de ese extraño híbrido que constituirá, desde su nacimiento, las Comunidades Europeas. El propio término de «comunidad» era ya en sí mismo un desafío a la corriente dominante de la tradición política democrática. Su contenido, mezcla de interés «nacional» (la reconstrucción del pool carbón-acero), de intereses privados (los de la patronal), de preocupaciones «sociales»; su ideología oficial (ya a la búsqueda de un gran mercado y de una coordinación transnacional) mezcla de cartels nacionales, de planificación; sus procederes (administrativo, más tarde llamado tecnocrático, evitando al máximo, en sus etapas efectivas, los parlamentos nacionales), su modo de legitimación (élites morales, competentes y consensuales, apelando a un «nunca más esto» ampliamente popular), su modo de ejecución (el compromiso, el puntillismo, la estrategia de la prevención), todo, absolutamente todo, en esas Comunidades, volvía subrepticiamente la espalda a la tradición republicana, racionalista, universalista. De ahí el menosprecio en el que se sostuvo este embrión y, paradójicamente, la ausencia de bloqueo por parte de las fuerzas políticas, en el momento en que el MRP en Francia fue reducido a un pequeño centro. Los europeos más convencidos, de Schuman a Gasperi, habían comprendido, tras el fracaso de la Europa política voluntarista de la defensa, que entre los puros atlantistas, quienes no querían ya una Europa independiente, los puros gaullistas, y los comunistas, quienes no querían ningún compromiso con los americanos, el margen era estrecho. El único espacio dejado libre era el subalterno de lo económico, del «mercado». Los liberales atlantistas veían ahí un punto de ahdesión al modelo inglés de zona de libre cambio; los gaullistas una pura cuestión «de intendencia», adecuada a sus necesidades, y que no habló nunca de supranacionalidad ni de cuestiones militares(1).
No obstante, la historia escribe, como el Dios de Paul Claudel en el Soulier de satin, «por lignes tortas» (en tortuosas líneas). El pool carbón-acero, luego la Comunidad Económica Europea (Tratado de Roma de 1957) y la guerra colonial aceleran la crisis de gobernabilidad de las democracias europeas. Francia, la potencia más antinorteamericana en su imaginario político, y la más altiva en lo concerniente a la cuestión de la independencia nacional, fue la primera en abandonar el parlamentarismo representativo por un extraño compromiso presidencial y parlamentario, claramente presidencialista a partir de 1962, con elección del Presidente por sufragio universal. El gaullismo, el régimen más hostil a una ideología supranacional y federalista deviene, tras algunas turbulencias («la silla vacía» [«la chaise vide»]), el pilar central de la única política verdaderamente federalizada a escala de los 6, después de los 9, más tarde de los 12 miembros de la Comunidad: la política agrícola. Al igual que el poder carismático de un de Gaulle, anclado en Juana de Arco y la «inmortalidad» de una cierta idea de Francia, y la Europa de las patrias había facilitado la rápida modernización económica y la internacionalización del capitalismo francés, la reconciliación franco-alemana (a diferencia de la primera experiencia de cordial acuerdo con la eterna Albión de 1895 a 1940 (2)) sienta las bases de la primera superación de las Naciones. La resistencia del núcleo duro franco-alemán tanto a las grandes turbulencias como la reunificación alemana(3), la construcción de la moneda única, la expansión hacia el Este, así como a las vicisitudes más cotidianas de la alternancia política de ambos lados del Rhin, muestra a posteriori que el confederalismo duro gaullista ha podido tener como resultado inesperado la edificación del verdadero zócalo de una constitución material federal europea.
Añadamos, por una ironía suplementaria, que el Consejo de Ministros, el poder legislativo de la Comunidad, después el de la Union, concebido por muchos estados como el contrapeso confederal de Naciones al federalismo orgánico de la Comisión y al federalismo político del Parlamento de Estrasburgo, ha terminado por revelarse como el verdadero motor de un cambio brusco dentro de un federalismo «verdadero y masivo», puesto que su propia talla, y la cuestión de la rotación de la Presidencia de la Unión, con la ampliación a 25 miembros, más tarde a unas 35 «naciones», implicará cortar por lo sano, es decir, ya solamente a base de compromisos conocidos y milimetrados, acerca del número de comisarios para los pequeños y los grandes países.
Finalmente, es en Francia, el país más confederal (ha sido reemplazado en este papel por el Reino Unido) frente a los pequeños países naturalmente federalistas (Benelux) o a las naciones ya federalizadas como Alemania y España, en donde la sentencia Costa de 1965 vino a cimentar la esencia federalista y supranacional de la construcción comunitaria, puesto que, con ocasión de un recurso de jurisdicción comunitaria sobre sus derechos sociales en Francia, la Corte de Luxemburgo, al igual que la Corte Suprema norteamericana resuelve sin apelación, ha afirmado la primacía del derecho comunitario sobre el derecho nacional (no solamente sobre las leyes, sino también sobre las constituciones nacionales). Con este fallo, la soberanía «nacional» incondicional quedaba anticuada(4).
Es cierto que entre el fracaso de la comunidad imperial francesa de 1960 y la descolonización de Argelia (1962) no quedaba ya ningún futuro mundial para una potencia media que había salvado in extremis, tras la guerra, un lugar permanente y un derecho de veto en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. Todos los presidentes de la República francesa llegan, por vías diferentes, a la misma constante, Chirac incluido(5). La perpetuación de Francia, de su papel, pasa cada vez más por su capacidad de participar en el proceso de edificación política de Europa, y de imprimirle sus señas. De un modo u otro, este modelo de emulación deviene la única matriz efectiva de la estrategia política de las «Naciones». El vaivén en esta toma de conciencia es general. Inglaterra trabaja en plena devolución de sus últimos fragmentos de Imperio interior (Irlanda del Norte, Escocia); la conversión francesa de los funcionarios del ENA, enfrentada a Bruselas, sorprende, pero es efectiva; quienes temían una Europa «alemana» (necedad muy difundida en los ejercicios de los estudiantes de Ciencias Políticas, hace todavía algunos años) tuvieron que asumir las consecuencias de su error analítico. El Banco Central Europeo deja flotar la moneda en relación al dólar, y no es la estabilidad del Marco lo que se contagia, sino la devaluación competitiva y delicada, a la francesa o la italiana, que se ha impuesto(6). La llegada de los comunistas al gobierno (en 1981 en Francia, en los años 90 en Italia), más tarde de los Verdes (en Francia y en Alemania) hacía creer en un repliegue sobre una «identidad» social. Nada de esto ha habido.
Cuando el Times consagra como acontecimiento más importante del siglo XX el lanzamiento del euro, al que casi ningún norteamericano podía dar crédito(7), tomaba la medida del cambio profundo en curso. Todavía hace dos años la cuestión europea era confidencial: las élites políticas e institucionales construirían Europa a condición de no hablar jamás de ello. Miedo del bloque reaccionario antieuropeo, miedo táctico y loable en cualquier caso. Hemos visto por qué un Delors ha avanzado siempre parcialmente oculto. Pero miedo también de la Europa de base, de los movimientos sociales que habrían podido apropiarse del vector amplificador del federalismo. Durante treinta años las multitudes culturales, regionales, las vanguardias, han sido mantenidas cuidadosamente apartadas. La crisis de la Europa política contiene en sí, desde largo tiempo atrás, la exclusión de la Europa social.
Numerosos parlamentarios de los países miembros mantienen que la expresión del número debería, fatalmente, provocar el desorden: El Pueblo sería la botarga. Y bien, a fuerza de repetir machaconamente esta mala profecía, ha terminado por realizarse. La juventud democrática, joven, pacífica, plural, abierta, se ha visto rechazada del devenir Pueblo soberano. Como muestra, esa llamada ya típicamente federalista del Colectivo belga de los Mercados europeos, distribuida durante la reunión de la «Convención» del Parlamento europeo: «Los Mercados contra el paro, la precariedad y las exclusiones han reunido a más de 30 mil manifestantes en Colonia en junio de 1999, durante la Cumbre europea, para exigir una Europa más democrática y social. Los jefes de Estado y de gobierno anunciaron, al término de esta Cumbre, la elaboración de una Carta de derechos fundamentales para la Unión europea, lo que podría considerarse como una respuesta positiva a nuestras demandas. [...] Teniendo en cuenta la prioridad del derecho europeo sobre el nacional, nos ha indignado la decisión que ha sido tomada de rechazar considerar los derechos sociales como derechos. Han sido decretados "como imposibles de justificar", y devienen simples objetivos políticos "que serían, pues, sumidos al arbitrio de las mayorías políticas". Responsables políticos han argumentado que la garantía de los derechos sociales serían promesas imposibles de mantener.»
Este rechazo de la política de las multitudes es un rechazo de la extensión de los derechos, de inscribir como compromiso jurídico la Europa social que transforma el Pueblo republicano de las viejas naciones en populismo. El Pueblo deviene, así, bajo la mirada incrédula de la Izquierda institucional, incluida la comunista, antiguo populacho, racista, rancio, replegado, separatista y antieuropeo casi visceralmente(8): los skinheads británicos o alemanes, los hinchas de los partidos de fútbol que abuchean a los jugadores negros y beurs* en Estrasburgo u otros lugares(9), o bien las ligas separatistas que se escudan en el federalismo. Desde hace un año, con la metedura de pata hasta el fondo que protagonizó Joschka Fischer, la cuestión europea ha tomado finalmente el cuerpo político. Al fin la tenemos sobre la escena real. La conferencia intergubernamental de Niza bajo la presidencia francesa será una etapa. Dramatizar el envite puramente institucional sería un error(10).
Sólo una resolución avanzada en la Europa de los derechos sociales podrá descorrer este cerrojo. La Europa por el federalismo tiene necesidad de muchas más luchas sociales, pero otros acontecimientos de mayor peso han decidido ya darlo todo por un salto federal. La cuestión de la forma que tomará este federalismo es secundaria, en relación a la nueva partición. La guerra de Kosovo ha sido la primera guerra del naciente Imperio Europeo. El paraguas norteamericano, humillante a su voluntad, ha sido el modo (incluyendo indirectamente la problemática de los minerales, y en la tentativa de los norteamericanos de encerrar toda organización europea de defensa y de intervención en una sección regional de la OTAN, en particular la UEO como brazo secular de la Unión) de disimular el contenido totalmente europeo del conflicto: el fracaso del pequeño nacionalismo serbio como modelo de organización de la Mittel-Europa, y el levantamiento previo del veto balcánico. Otras señales que no engañan muestran una aceleración de la integración militar y diplomática europea: la adhesión de Gran Bretaña, durante el encuentro franco-británico de Saint-Malo, a una industria europea de defensa; el fin de la rivalidad secular en Africa y el renacimiento de una diplomacia alemana, en el interior de objetivos totalmente europeos. En menos de un año, la situación evoluciona enormemente. Numerosos Estados, reticentes a un salto federal, sacaban su fuerza inicial del black-out total sobre el debate europeo, y ahora se limitan a decir que no se resignarán a ser reducidos al rango de Texas o California, en el seno de la Unión Europea. Soberbia confesión de la evolución de la situación.
En el plano de la gran diplomacia, la construcción europea es la apuesta radical. Antonio Negri y Michael Hardt(11) piensan que Europa es necesaria, pero no ven la posibilidad, hasta tal punto el proceso institucional en curso les parece caricaturesco, y de una aventura subalterna en una de las provincias del Imperio, el Imperio norteamericano, incluso siendo una de las provincias más ricas. La Europa en vía de edificación sería, en el mejor de los casos, un clon del Imperio norteamericano; en el peor, una de sus provincias subalternas. A mí me queda la duda acerca de esta forzatura (golpe de fuerza) lógica y empírica. Discutir de la necesidad y posibilidad de la Europa política me parece, como poco, retrasar el debate, ya que ¿se interroga sobre la necesidad o sobre la posibilidad de lo que ya está ahí? Regresemos a este terreno, al método de la tendencia desarrollada por Negri(12). Pongamos la tendencia en la unificación europea, comprendiéndola sobre el plano político como ya realizado, y extraigamos de ella todas las consecuencias. Las preguntas sobre la necesidad y posibilidad se invierten. Si las Naciones no están ya ahí, o más exactamente, si no continúan rigiendo ninguna otra cosa, sino tan solo son ventrílocuos de otra cosa, como el contratipo de un poder en construcción, la posibilidad de una Unión Europea está ya dada, y la necesidad de la intervención teórica, política, cultural, en este proceso, se impone.
Eso no quiere decir que la existencia de la Europa política, y no solamente su necesidad o su posibilidad, en la red imperial hegemónica de hoy día no plantee enormes problemas de comprensión. En particular, si nos atenemos a una visión materialista y constituyente de los aparatos del poder, y si aceptamos la hipótesis de que está surgiendo una forma-Estado nueva, ni Naciones, en plural, ni el Imperio, con un artículo definido singular, definido como el Imperio hyphenate, el imperio Norteamericano, así, un Imperio (artículo indefinido y destinado a declinarse en plural), hemos de reconocer que no sabemos gran cosa, in concreto, de los procesos que empujan, desde hace cuarenta años, hacia la realización de esta unificación europea dentro del euro-escepticismo, a pesar de la crisis, que debería de haber tenido efectos centrífugos devastadores (como bien ocurrió tanto en el Imperio soviético como en la federación yugoeslava). La situación es «funcionalista» y terriblemente parsoniana. Cualquiera que sea el contenido de los movimientos sociales y políticos (su idedología, sus reivindicaciones, su intensidad), estos empujan y animan Europa: muchas de las luchas sociales o conflictos (aunque fueran las de los pequeños patronos camioneros) llevan a reclamar un tratamiento europeo, pero la apatía social conduce igualmente a la búsqueda de un nivel mayor, e incluso a recoger la expresión de los nuevos actores sociales. El separatismo regionalista y minoritario (catalán, irlandés, escocés, vasco, corso, flamenco católico, incluso cuando degenera en mini o micronacionalismo) obtiene el mismo resultado que la indiferencia de las grandes metrópolis (Gran Londres, Isla de Francia, Llanura del Po, Bruselas, Berlín) del resto del territorio: el de una crisis cada vez más aguda de la Nación, incluyendo la Gran Nación.
Que tras la caricatura, más o menos de buen gusto, tanto de las luchas de liberación nacional como de la mafia, de la lucha armada, de la República, la cuestión corsa haya devenido, en algunos meses, el emblema de la crisis de la Francia jacobina(13), es un indicativo más. Europa, las regiones, es la misma cuestión la que aparece. Cuando Jean-Pierre Chevènement, en la izquierda, y Charles Pasqua en la derecha tocan a rebato, ellos no se equivocan, contrariamente a las denegaciones hipócritas de la mayoría transpartidaria: ... la Nación se muere.
Lo que nos separa de esos casandras reaccionarios es que nosotros no esperamos ninguna resurrección de esa forma de poder, que no lloramos por la Gran Nación republicana y napoleónica, y que no habrá ningún canto del cisne de aquel Leviatán. Lo que nos interesa es ese nuevo imperio que nace bajo nuestros ojos, y no desplazar la vieja canción nacionalista un tono más alto. Los espacios de libertad que ese imperio que nace pueda ofrecer, dependerán de nosotros, de la capacidad de someterlos a una presión nueva desde abajo. Las multitudes, en las nuevas formas de poder imperial, no son el antiyanquismo primario, no son «expulsar Norteamérica de nuestras cabezas», sino tener en la cabeza otra Norteamérica, la de Seattle; las multitudes son también, y sobre todo, influir en el proceso político en curso. Llamar a un poder contra otro, al nivel federal contra el nivel nacional, es un ejemplo de lo que ya se ha hecho. Es sobre estas prácticas europeas, sobre el contenido propiamente federalista de la política cotidiana, que es menester comenzar una investigación.

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1. Este elemento debe conducir a temperar los análisis sumariales y simplistas que hacen de la Unión Europea un vulgar agente del liberalismo económico. Si los padres fundadores del modelo europeo se adherieron al modelo de la concurrencia pura, ello es porque constituía un incentivo federalista, a priori no político. Hemos asistido al mismo fenómeno en los Estados Unidos, bajo la Era Progresiva, al comienzo del siglo veinte, durante la lucha antimonopolio, puesto que la democracia de masa naciente era más bien enemiga del gran capitalismo que del mercado. Esto no ha cambiado. Y es por ello que, a mi modo de ver, el capitalismo moderno de las grandes firmas se oculta aún tras la utopía igualitaria del mercado y del individualismo posesivo.
2. Testimonio de ello es el último gobierno de la IIIª República, en la debacle de 1940 de unión imperial Franco-inglesa contra Alemania. Esta experiencia, pese a las últimas desavenencias (la batalla de Aboukir, la tradicional rivalidad marítima) fue fundamental en el fracaso de los nazis por reanimar la rivalidad franco-alemana. Pero a esta vieja animosidad nacionalista le reemplazó, a partir de 1950, una divergencia estratégica en la apuesta política por Europa. Divergencia que todavía dura.
3. Numerosos expertos pensaban que la Alemania reunificaba se volvería hacia el Reino Unido, y que el eje de los grandes países de la Unión se haría muy inestable y, por lo tanto, menos fuerte. Pero no ha ocurrido así.
4. Sobre esta cuestión, y sobre la construcción europea, ver la impresionante síntesis de Gérard Soulier, L'Europe, Histoire, civilisation, institutions, Armand Colin, 1994, pp. 333-336.
5. Véase el abismo entre l'Appel de Cochin (de Marie-France Garaud y de Charles Pasqua) y las posiciones del propio Chirac sobre la Constitución europea y su federalismo ruidoso, a propósito de una Austria defensora del derecho para la Unión de ejercer un poder de sanción sobre los miembros de la Unión.
6. ¿Por qué? Porque con el mercado interno de 372 millones de habitantes que representa, la Unión Europea tiene márgenes de autonomía considerables, y ningún problema lancinante en particular de reequilibrio de la balanza de los autóctonos. Porque en el plano productivo debe alcanzar a Estados Unidos (en particular en el dominio de la «nueva economía» y el last but not least, puesto que el deslizamiento de la moneda a escala internacional, en régimen de estabilidad de los precios internos (inflacción nivelada, tal y como se dice), debe analizarse como la forma de descargar sobre el resto del mundo las tensiones sociales internas (por ejemplo, el coste enorme de la reunificación alemana, que impide a ese país presentarse como el campeón de la austeridad presupuestaria). Otro modelo sería la inflación de los activos financieros (la famosa burbuja financiera) que permite la distribución de la renta de manera ultradiferenciada de los salarios.
7. La atribución del premio Nobel de economía al canadiense Robert Mundell ha recompensado a uno de los escasos economistas del mundo que defienden la ineluctabilidad del Euro. Mundell ataca con violencia la tasa Tobin, a quien ha tratado de «idiota», porque predica el retorno a un régimen de paridad fija de las monedas. Más allá de los argumentos técnicos, lo interesante es que Mundell cree en un retorno de paridad fijadas en la nueva entrada de los nuevos conjuntos de poder, muy lejos de la gelatina liberal.
8. Desde los históricos cantones suizos a Carintia, de la Flandes belga y la Caza, la Naturaleza, la Pesca y las Tradiciones en Francia, la lista es larga y seguirá creciendo.
* Segunda generación de inmigrantes magrebíes. (N. de T.)
9. Es interesante comparar esta realidad desagradable del racismo local con el desencadenamiemto mestizo y fusional que acompaña a la victoria del equipo francés en la copa del Mundo de fútbol.
10. Para un excelente dossier sobre Europa, y un punto de vista «dramático» sobre el riesgo de perder la oportunidad, ver el nº 90 (verano de 2000) de la revista Commentaire. Su director, J. C. Casanova se ha pronunciado, al igual que R. Barre, a favor de los acuerdos de Matignon sobre Córcega.
11. Ver su obra, así como la reseña que ha hecho Saverio Ansaldi en este mismo número. Vease igualmente el texto de Antonio Negri que se publica asimismo aquí.
12. Por ejemplo, en los artículos reunidos en la antología francesa, La clase ouvrière contre l'État, Galillée 1978 y en Marx au-delà de Marx (reedición en L'Harmattan, 1996). [Trad. cast. de Carlos Prieto, Marx más allá de Marx, Akal, Madrid, 2001]
13. Según un sondeo (CSA-Telegrame de Brest, realizado con 500 personas el 4 y 5 de septiembre) más de un cuarto de los bretones se declaran favorables a la independencia de los cuatro departamentos históricos de Bretaña, y no es en Finisterre en donde el deseo de devolución de poder es más fuerte, sino en el Loira Atlántico.

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Publicado en el número 3 de Multitudes.
Traducción de Beñat Baltza
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