Europa,
piedra de toque imperial
Para una investigación sobre el federalismo
real
:.Yann-Moulier Boutang
La
moderna nave de las Naciones hace aguas por todas partes, en su
origen histórico que es Europa. Numerosos ataques bruscos
permiten decir, como en la batalla naval: «tocado».
Vean el miedo serbio, aguardando el epílogo montenegrino;
vean Córcega, y, sobre todo, el brutal debate acerca de la
reforma de las instituciones de la Unión europea, cuando
la tinta de los tratados de Maastricht y de Amsterdam apenas se
ha secado. La cuestión federal ha hecho ya implosionar a
la derecha, y podría tener efectos considerables en el Partido
socialista, si nos atenemos a la disidencia chevenementista. El
orden moderno de los Estados-naciones, que domesticó las
Ciudades-Estados con el absolutismo e inscribió al Pueblo
y sus tres Revoluciones (la inglesa, la francesa y la rusa) en la
martingala del poder soberano, se ha agotado. Esto ya comenzó
hace mucho, desde el desastre de las dos guerras mundiales. Las
naciones europeas, y las más orgullosas de entre ellas, Francia
e Inglaterra, perdieron el derecho de gobernar su Imperio, es decir,
su porción de mundo, con los últimos restos de descolonización.
Los viejos imperios portugueses, holandeses y españoles conocieron
las mismas desposesiones de los asuntos del Mundo. Más tarde,
las veleidades alemanas e italianas fueron igualmente desechas,
sin que aparentemente la lección fuera tomada por países
vecinos que rodaban sobre sus despojos. Sólo una ínfima
minoría de hombres políticos, más bien liberales
(Aristide Briand, Gustav Stresemann) toma la medida del desastre
entre la dos guerras mundiales. Fue necesario el agujero negro del
nazismo y el despedazamiento, no ya de Polonia, sino de toda la
Mittel-Europa, para que una minoría un poco más grande
(esencialmente democratacristiana, sin duda la más próxima
de haber sentido la idea de cristiandad definitivamente comprometida
y erradicada por el fascismo) comprende finalmente que la idea de
Nación y su contenido prosaico no tenía ya la fórmula
del orden del mundo. Era la edad de oro de los nuevos Imperios.
Uno, el norteamericano, adaptando la frontera y el mecanismo potente
incluso del capitalismo; el otro, el soviético, el accidente
milagroso, la excepción que dura, la esperanza de una liberación
por la política, resorte también potente, capaz de
resistir a las espantosas demencias de la realidad. Europeos de
todo tipo, desde patrones hasta militantes revolucionarios, desde
hombres políticos hasta artistas, conocieron la humillación
de papeles secundarios. El sol de la eficacia, de la democracia,
de la libertad se levantaba en el Este o en el Oeste, poco importa,
pero ya no se levantaba sobre una Inglaterra en la que el astro,
durante más de un siglo, jamás se había acostado;
y París no era ya el ombligo del mundo o de la cultura que
se produce para el mundo. Incluso los pueblos del Sur contestaban
la sacrosanta cultura que Norteamérica dejaba aún
como premio de consolación a esos peligrosos ancianos que
habían puesto el planeta a fuego y sangre, amenazando la
indispensable paz mercantil. Esta última puede no ser muy
tacaña: puede aceptar desórdenes locales, pero no
la incertidumbre global sobre todas las transacciones de una guerra
sin objetivos limitados y precisos.
De un lado, en Francia, los gaullistas históricos fueron
tratados sucesivamente de terroristas; después, por parte
Norteamericana, de grupúsculo de liberación. Por otro
lado, reducidas las vanguardias comunistas europeas al papel de
quintacolumnistas de los intereses de la patria soviética,
comenzaron a alimentar esperanzas de resurrección de una
Nación independiente frente a los nuevos Imperios. Esa fue
una de las bases del compromiso histórico, construido en
el rechazo del atlantismo y el torpedeo de la ratificación
del tratado de la Comunidad Europea de Defensa de 1954. En el país
más debastado por el nazismo y el fascismo, los democratacristianos,
apoyándose a la vez en la tradición protestante de
defensa de las minorías frente al Estado total, y en la tradición
católica de desconfianza frente a nacionalizaciones totales
de la religión y de la política; dotados de una verdadera
ideología europea no imperial, no moderna, profundamente
extraña al capitalismo liberal, comenzaron por entonces a
poner las bases, el pedestal de ese extraño híbrido
que constituirá, desde su nacimiento, las Comunidades Europeas.
El propio término de «comunidad» era ya en sí
mismo un desafío a la corriente dominante de la tradición
política democrática. Su contenido, mezcla de interés
«nacional» (la reconstrucción del pool carbón-acero),
de intereses privados (los de la patronal), de preocupaciones «sociales»;
su ideología oficial (ya a la búsqueda de un gran
mercado y de una coordinación transnacional) mezcla de cartels
nacionales, de planificación; sus procederes (administrativo,
más tarde llamado tecnocrático, evitando al máximo,
en sus etapas efectivas, los parlamentos nacionales), su modo de
legitimación (élites morales, competentes y consensuales,
apelando a un «nunca más esto» ampliamente popular),
su modo de ejecución (el compromiso, el puntillismo, la estrategia
de la prevención), todo, absolutamente todo, en esas Comunidades,
volvía subrepticiamente la espalda a la tradición
republicana, racionalista, universalista. De ahí el menosprecio
en el que se sostuvo este embrión y, paradójicamente,
la ausencia de bloqueo por parte de las fuerzas políticas,
en el momento en que el MRP en Francia fue reducido a un pequeño
centro. Los europeos más convencidos, de Schuman a Gasperi,
habían comprendido, tras el fracaso de la Europa política
voluntarista de la defensa, que entre los puros atlantistas, quienes
no querían ya una Europa independiente, los puros gaullistas,
y los comunistas, quienes no querían ningún compromiso
con los americanos, el margen era estrecho. El único espacio
dejado libre era el subalterno de lo económico, del «mercado».
Los liberales atlantistas veían ahí un punto de ahdesión
al modelo inglés de zona de libre cambio; los gaullistas
una pura cuestión «de intendencia», adecuada
a sus necesidades, y que no habló nunca de supranacionalidad
ni de cuestiones militares(1).
No obstante, la historia escribe, como el Dios de Paul Claudel en
el Soulier de satin, «por lignes tortas» (en tortuosas
líneas). El pool carbón-acero, luego la Comunidad
Económica Europea (Tratado de Roma de 1957) y la guerra colonial
aceleran la crisis de gobernabilidad de las democracias europeas.
Francia, la potencia más antinorteamericana en su imaginario
político, y la más altiva en lo concerniente a la
cuestión de la independencia nacional, fue la primera en
abandonar el parlamentarismo representativo por un extraño
compromiso presidencial y parlamentario, claramente presidencialista
a partir de 1962, con elección del Presidente por sufragio
universal. El gaullismo, el régimen más hostil a una
ideología supranacional y federalista deviene, tras algunas
turbulencias («la silla vacía» [«la chaise
vide»]), el pilar central de la única política
verdaderamente federalizada a escala de los 6, después de
los 9, más tarde de los 12 miembros de la Comunidad: la política
agrícola. Al igual que el poder carismático de un
de Gaulle, anclado en Juana de Arco y la «inmortalidad»
de una cierta idea de Francia, y la Europa de las patrias había
facilitado la rápida modernización económica
y la internacionalización del capitalismo francés,
la reconciliación franco-alemana (a diferencia de la primera
experiencia de cordial acuerdo con la eterna Albión de 1895
a 1940 (2)) sienta las bases de la primera superación de
las Naciones. La resistencia del núcleo duro franco-alemán
tanto a las grandes turbulencias como la reunificación alemana(3),
la construcción de la moneda única, la expansión
hacia el Este, así como a las vicisitudes más cotidianas
de la alternancia política de ambos lados del Rhin, muestra
a posteriori que el confederalismo duro gaullista ha podido tener
como resultado inesperado la edificación del verdadero zócalo
de una constitución material federal europea.
Añadamos, por una ironía suplementaria, que el Consejo
de Ministros, el poder legislativo de la Comunidad, después
el de la Union, concebido por muchos estados como el contrapeso
confederal de Naciones al federalismo orgánico de la Comisión
y al federalismo político del Parlamento de Estrasburgo,
ha terminado por revelarse como el verdadero motor de un cambio
brusco dentro de un federalismo «verdadero y masivo»,
puesto que su propia talla, y la cuestión de la rotación
de la Presidencia de la Unión, con la ampliación a
25 miembros, más tarde a unas 35 «naciones»,
implicará cortar por lo sano, es decir, ya solamente a base
de compromisos conocidos y milimetrados, acerca del número
de comisarios para los pequeños y los grandes países.
Finalmente, es en Francia, el país más confederal
(ha sido reemplazado en este papel por el Reino Unido) frente a
los pequeños países naturalmente federalistas (Benelux)
o a las naciones ya federalizadas como Alemania y España,
en donde la sentencia Costa de 1965 vino a cimentar la esencia federalista
y supranacional de la construcción comunitaria, puesto que,
con ocasión de un recurso de jurisdicción comunitaria
sobre sus derechos sociales en Francia, la Corte de Luxemburgo,
al igual que la Corte Suprema norteamericana resuelve sin apelación,
ha afirmado la primacía del derecho comunitario sobre el
derecho nacional (no solamente sobre las leyes, sino también
sobre las constituciones nacionales). Con este fallo, la soberanía
«nacional» incondicional quedaba anticuada(4).
Es cierto que entre el fracaso de la comunidad imperial francesa
de 1960 y la descolonización de Argelia (1962) no quedaba
ya ningún futuro mundial para una potencia media que había
salvado in extremis, tras la guerra, un lugar permanente y un derecho
de veto en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. Todos
los presidentes de la República francesa llegan, por vías
diferentes, a la misma constante, Chirac incluido(5). La perpetuación
de Francia, de su papel, pasa cada vez más por su capacidad
de participar en el proceso de edificación política
de Europa, y de imprimirle sus señas. De un modo u otro,
este modelo de emulación deviene la única matriz efectiva
de la estrategia política de las «Naciones».
El vaivén en esta toma de conciencia es general. Inglaterra
trabaja en plena devolución de sus últimos fragmentos
de Imperio interior (Irlanda del Norte, Escocia); la conversión
francesa de los funcionarios del ENA, enfrentada a Bruselas, sorprende,
pero es efectiva; quienes temían una Europa «alemana»
(necedad muy difundida en los ejercicios de los estudiantes de Ciencias
Políticas, hace todavía algunos años) tuvieron
que asumir las consecuencias de su error analítico. El Banco
Central Europeo deja flotar la moneda en relación al dólar,
y no es la estabilidad del Marco lo que se contagia, sino la devaluación
competitiva y delicada, a la francesa o la italiana, que se ha impuesto(6).
La llegada de los comunistas al gobierno (en 1981 en Francia, en
los años 90 en Italia), más tarde de los Verdes (en
Francia y en Alemania) hacía creer en un repliegue sobre
una «identidad» social. Nada de esto ha habido.
Cuando el Times consagra como acontecimiento más importante
del siglo XX el lanzamiento del euro, al que casi ningún
norteamericano podía dar crédito(7), tomaba la medida
del cambio profundo en curso. Todavía hace dos años
la cuestión europea era confidencial: las élites políticas
e institucionales construirían Europa a condición
de no hablar jamás de ello. Miedo del bloque reaccionario
antieuropeo, miedo táctico y loable en cualquier caso. Hemos
visto por qué un Delors ha avanzado siempre parcialmente
oculto. Pero miedo también de la Europa de base, de los movimientos
sociales que habrían podido apropiarse del vector amplificador
del federalismo. Durante treinta años las multitudes culturales,
regionales, las vanguardias, han sido mantenidas cuidadosamente
apartadas. La crisis de la Europa política contiene en sí,
desde largo tiempo atrás, la exclusión de la Europa
social.
Numerosos parlamentarios de los países miembros mantienen
que la expresión del número debería, fatalmente,
provocar el desorden: El Pueblo sería la botarga. Y bien,
a fuerza de repetir machaconamente esta mala profecía, ha
terminado por realizarse. La juventud democrática, joven,
pacífica, plural, abierta, se ha visto rechazada del devenir
Pueblo soberano. Como muestra, esa llamada ya típicamente
federalista del Colectivo belga de los Mercados europeos, distribuida
durante la reunión de la «Convención»
del Parlamento europeo: «Los Mercados contra el paro, la precariedad
y las exclusiones han reunido a más de 30 mil manifestantes
en Colonia en junio de 1999, durante la Cumbre europea, para exigir
una Europa más democrática y social. Los jefes de
Estado y de gobierno anunciaron, al término de esta Cumbre,
la elaboración de una Carta de derechos fundamentales para
la Unión europea, lo que podría considerarse como
una respuesta positiva a nuestras demandas. [...] Teniendo en cuenta
la prioridad del derecho europeo sobre el nacional, nos ha indignado
la decisión que ha sido tomada de rechazar considerar los
derechos sociales como derechos. Han sido decretados "como
imposibles de justificar", y devienen simples objetivos políticos
"que serían, pues, sumidos al arbitrio de las mayorías
políticas". Responsables políticos han argumentado
que la garantía de los derechos sociales serían promesas
imposibles de mantener.»
Este rechazo de la política de las multitudes es un rechazo
de la extensión de los derechos, de inscribir como compromiso
jurídico la Europa social que transforma el Pueblo republicano
de las viejas naciones en populismo. El Pueblo deviene, así,
bajo la mirada incrédula de la Izquierda institucional, incluida
la comunista, antiguo populacho, racista, rancio, replegado, separatista
y antieuropeo casi visceralmente(8): los skinheads británicos
o alemanes, los hinchas de los partidos de fútbol que abuchean
a los jugadores negros y beurs* en Estrasburgo u otros lugares(9),
o bien las ligas separatistas que se escudan en el federalismo.
Desde hace un año, con la metedura de pata hasta el fondo
que protagonizó Joschka Fischer, la cuestión europea
ha tomado finalmente el cuerpo político. Al fin la tenemos
sobre la escena real. La conferencia intergubernamental de Niza
bajo la presidencia francesa será una etapa. Dramatizar el
envite puramente institucional sería un error(10).
Sólo una resolución avanzada en la Europa de los derechos
sociales podrá descorrer este cerrojo. La Europa por el federalismo
tiene necesidad de muchas más luchas sociales, pero otros
acontecimientos de mayor peso han decidido ya darlo todo por un
salto federal. La cuestión de la forma que tomará
este federalismo es secundaria, en relación a la nueva partición.
La guerra de Kosovo ha sido la primera guerra del naciente Imperio
Europeo. El paraguas norteamericano, humillante a su voluntad, ha
sido el modo (incluyendo indirectamente la problemática de
los minerales, y en la tentativa de los norteamericanos de encerrar
toda organización europea de defensa y de intervención
en una sección regional de la OTAN, en particular la UEO
como brazo secular de la Unión) de disimular el contenido
totalmente europeo del conflicto: el fracaso del pequeño
nacionalismo serbio como modelo de organización de la Mittel-Europa,
y el levantamiento previo del veto balcánico. Otras señales
que no engañan muestran una aceleración de la integración
militar y diplomática europea: la adhesión de Gran
Bretaña, durante el encuentro franco-británico de
Saint-Malo, a una industria europea de defensa; el fin de la rivalidad
secular en Africa y el renacimiento de una diplomacia alemana, en
el interior de objetivos totalmente europeos. En menos de un año,
la situación evoluciona enormemente. Numerosos Estados, reticentes
a un salto federal, sacaban su fuerza inicial del black-out total
sobre el debate europeo, y ahora se limitan a decir que no se resignarán
a ser reducidos al rango de Texas o California, en el seno de la
Unión Europea. Soberbia confesión de la evolución
de la situación.
En el plano de la gran diplomacia, la construcción europea
es la apuesta radical. Antonio Negri y Michael Hardt(11) piensan
que Europa es necesaria, pero no ven la posibilidad, hasta tal punto
el proceso institucional en curso les parece caricaturesco, y de
una aventura subalterna en una de las provincias del Imperio, el
Imperio norteamericano, incluso siendo una de las provincias más
ricas. La Europa en vía de edificación sería,
en el mejor de los casos, un clon del Imperio norteamericano; en
el peor, una de sus provincias subalternas. A mí me queda
la duda acerca de esta forzatura (golpe de fuerza) lógica
y empírica. Discutir de la necesidad y posibilidad de la
Europa política me parece, como poco, retrasar el debate,
ya que ¿se interroga sobre la necesidad o sobre la posibilidad
de lo que ya está ahí? Regresemos a este terreno,
al método de la tendencia desarrollada por Negri(12). Pongamos
la tendencia en la unificación europea, comprendiéndola
sobre el plano político como ya realizado, y extraigamos
de ella todas las consecuencias. Las preguntas sobre la necesidad
y posibilidad se invierten. Si las Naciones no están ya ahí,
o más exactamente, si no continúan rigiendo ninguna
otra cosa, sino tan solo son ventrílocuos de otra cosa, como
el contratipo de un poder en construcción, la posibilidad
de una Unión Europea está ya dada, y la necesidad
de la intervención teórica, política, cultural,
en este proceso, se impone.
Eso no quiere decir que la existencia de la Europa política,
y no solamente su necesidad o su posibilidad, en la red imperial
hegemónica de hoy día no plantee enormes problemas
de comprensión. En particular, si nos atenemos a una visión
materialista y constituyente de los aparatos del poder, y si aceptamos
la hipótesis de que está surgiendo una forma-Estado
nueva, ni Naciones, en plural, ni el Imperio, con un artículo
definido singular, definido como el Imperio hyphenate, el imperio
Norteamericano, así, un Imperio (artículo indefinido
y destinado a declinarse en plural), hemos de reconocer que no sabemos
gran cosa, in concreto, de los procesos que empujan, desde hace
cuarenta años, hacia la realización de esta unificación
europea dentro del euro-escepticismo, a pesar de la crisis, que
debería de haber tenido efectos centrífugos devastadores
(como bien ocurrió tanto en el Imperio soviético como
en la federación yugoeslava). La situación es «funcionalista»
y terriblemente parsoniana. Cualquiera que sea el contenido de los
movimientos sociales y políticos (su idedología, sus
reivindicaciones, su intensidad), estos empujan y animan Europa:
muchas de las luchas sociales o conflictos (aunque fueran las de
los pequeños patronos camioneros) llevan a reclamar un tratamiento
europeo, pero la apatía social conduce igualmente a la búsqueda
de un nivel mayor, e incluso a recoger la expresión de los
nuevos actores sociales. El separatismo regionalista y minoritario
(catalán, irlandés, escocés, vasco, corso,
flamenco católico, incluso cuando degenera en mini o micronacionalismo)
obtiene el mismo resultado que la indiferencia de las grandes metrópolis
(Gran Londres, Isla de Francia, Llanura del Po, Bruselas, Berlín)
del resto del territorio: el de una crisis cada vez más aguda
de la Nación, incluyendo la Gran Nación.
Que tras la caricatura, más o menos de buen gusto, tanto
de las luchas de liberación nacional como de la mafia, de
la lucha armada, de la República, la cuestión corsa
haya devenido, en algunos meses, el emblema de la crisis de la Francia
jacobina(13), es un indicativo más. Europa, las regiones,
es la misma cuestión la que aparece. Cuando Jean-Pierre Chevènement,
en la izquierda, y Charles Pasqua en la derecha tocan a rebato,
ellos no se equivocan, contrariamente a las denegaciones hipócritas
de la mayoría transpartidaria: ... la Nación se muere.
Lo que nos separa de esos casandras reaccionarios es que nosotros
no esperamos ninguna resurrección de esa forma de poder,
que no lloramos por la Gran Nación republicana y napoleónica,
y que no habrá ningún canto del cisne de aquel Leviatán.
Lo que nos interesa es ese nuevo imperio que nace bajo nuestros
ojos, y no desplazar la vieja canción nacionalista un tono
más alto. Los espacios de libertad que ese imperio que nace
pueda ofrecer, dependerán de nosotros, de la capacidad de
someterlos a una presión nueva desde abajo. Las multitudes,
en las nuevas formas de poder imperial, no son el antiyanquismo
primario, no son «expulsar Norteamérica de nuestras
cabezas», sino tener en la cabeza otra Norteamérica,
la de Seattle; las multitudes son también, y sobre todo,
influir en el proceso político en curso. Llamar a un poder
contra otro, al nivel federal contra el nivel nacional, es un ejemplo
de lo que ya se ha hecho. Es sobre estas prácticas europeas,
sobre el contenido propiamente federalista de la política
cotidiana, que es menester comenzar una investigación.
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1. Este elemento debe conducir a temperar los análisis
sumariales y simplistas que hacen de la Unión Europea un
vulgar agente del liberalismo económico. Si los padres fundadores
del modelo europeo se adherieron al modelo de la concurrencia pura,
ello es porque constituía un incentivo federalista, a priori
no político. Hemos asistido al mismo fenómeno en los
Estados Unidos, bajo la Era Progresiva, al comienzo del siglo veinte,
durante la lucha antimonopolio, puesto que la democracia de masa
naciente era más bien enemiga del gran capitalismo que del
mercado. Esto no ha cambiado. Y es por ello que, a mi modo de ver,
el capitalismo moderno de las grandes firmas se oculta aún
tras la utopía igualitaria del mercado y del individualismo
posesivo.
2. Testimonio de ello es el último gobierno de la IIIª
República, en la debacle de 1940 de unión imperial
Franco-inglesa contra Alemania. Esta experiencia, pese a las últimas
desavenencias (la batalla de Aboukir, la tradicional rivalidad marítima)
fue fundamental en el fracaso de los nazis por reanimar la rivalidad
franco-alemana. Pero a esta vieja animosidad nacionalista le reemplazó,
a partir de 1950, una divergencia estratégica en la apuesta
política por Europa. Divergencia que todavía dura.
3. Numerosos expertos pensaban que la Alemania reunificaba se volvería
hacia el Reino Unido, y que el eje de los grandes países
de la Unión se haría muy inestable y, por lo tanto,
menos fuerte. Pero no ha ocurrido así.
4. Sobre esta cuestión, y sobre la construcción europea,
ver la impresionante síntesis de Gérard Soulier, L'Europe,
Histoire, civilisation, institutions, Armand Colin, 1994, pp. 333-336.
5. Véase el abismo entre l'Appel de Cochin (de Marie-France
Garaud y de Charles Pasqua) y las posiciones del propio Chirac sobre
la Constitución europea y su federalismo ruidoso, a propósito
de una Austria defensora del derecho para la Unión de ejercer
un poder de sanción sobre los miembros de la Unión.
6. ¿Por qué? Porque con el mercado interno de 372
millones de habitantes que representa, la Unión Europea tiene
márgenes de autonomía considerables, y ningún
problema lancinante en particular de reequilibrio de la balanza
de los autóctonos. Porque en el plano productivo debe alcanzar
a Estados Unidos (en particular en el dominio de la «nueva
economía» y el last but not least, puesto que el deslizamiento
de la moneda a escala internacional, en régimen de estabilidad
de los precios internos (inflacción nivelada, tal y como
se dice), debe analizarse como la forma de descargar sobre el resto
del mundo las tensiones sociales internas (por ejemplo, el coste
enorme de la reunificación alemana, que impide a ese país
presentarse como el campeón de la austeridad presupuestaria).
Otro modelo sería la inflación de los activos financieros
(la famosa burbuja financiera) que permite la distribución
de la renta de manera ultradiferenciada de los salarios.
7. La atribución del premio Nobel de economía al canadiense
Robert Mundell ha recompensado a uno de los escasos economistas
del mundo que defienden la ineluctabilidad del Euro. Mundell ataca
con violencia la tasa Tobin, a quien ha tratado de «idiota»,
porque predica el retorno a un régimen de paridad fija de
las monedas. Más allá de los argumentos técnicos,
lo interesante es que Mundell cree en un retorno de paridad fijadas
en la nueva entrada de los nuevos conjuntos de poder, muy lejos
de la gelatina liberal.
8. Desde los históricos cantones suizos a Carintia, de la
Flandes belga y la Caza, la Naturaleza, la Pesca y las Tradiciones
en Francia, la lista es larga y seguirá creciendo.
* Segunda generación de inmigrantes magrebíes. (N.
de T.)
9. Es interesante comparar esta realidad desagradable del racismo
local con el desencadenamiemto mestizo y fusional que acompaña
a la victoria del equipo francés en la copa del Mundo de
fútbol.
10. Para un excelente dossier sobre Europa, y un punto de vista
«dramático» sobre el riesgo de perder la oportunidad,
ver el nº 90 (verano de 2000) de la revista Commentaire. Su
director, J. C. Casanova se ha pronunciado, al igual que R. Barre,
a favor de los acuerdos de Matignon sobre Córcega.
11. Ver su obra, así como la reseña que ha hecho Saverio
Ansaldi en este mismo número. Vease igualmente el texto de
Antonio Negri que se publica asimismo aquí.
12. Por ejemplo, en los artículos reunidos en la antología
francesa, La clase ouvrière contre l'État, Galillée
1978 y en Marx au-delà de Marx (reedición en L'Harmattan,
1996). [Trad. cast. de Carlos Prieto, Marx más allá
de Marx, Akal, Madrid, 2001]
13. Según un sondeo (CSA-Telegrame de Brest, realizado con
500 personas el 4 y 5 de septiembre) más de un cuarto de
los bretones se declaran favorables a la independencia de los cuatro
departamentos históricos de Bretaña, y no es en Finisterre
en donde el deseo de devolución de poder es más fuerte,
sino en el Loira Atlántico.
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