Espacios
okupados, espacios con cuidado
a propósito de una paliza sexual en el
CSOA El Laboratorio
Todas
vivimos con rabia y dolor la violencia que los hombres imponen
sobre las mujeres por esa división que hace y jerarquiza
el mundo de los sexos. Las agresiones contra las mujeres, recurso
primero y último, atraviesa el dominio más allá
de lo particular de las relaciones y de las restricciones que
cada sociedad o cada grupo ponga al orden del macho. Ya se trate
de agresiones corporales o psicológicas, ya se produzca
en forma de paliza, violación o acoso, ya acabe en asesinato,
humillación o autodefensa, la violencia afianza el mando
y lo localiza en los núcleos más sensibles de la
experiencia: la integridad del propio cuerpo, la libertad sexual
y la autonomía en la circulación y el pensamiento.
Rara es la mujer que no la ha sufrido o bien en carne propia o
por intervenir en contra de una agresión dirigida hacia
otra.
El sentido de la vulnerabilidad y del dominio es una experiencia
del cotidiano femenino que se compone, antes que nada, como experiencia
de los límites y de la protección del propio cuerpo
y su capacidad expresiva. Aunque tenga que ver con la edad, el
espacio, la identidad, la situación e incluso con el sentimiento
de seguridad que una expresa o deja de expresar, en realidad,
la posibilidad de ser sometida a la violencia machista excede
las circunstancias concretas y se extiende a la existencia-mujer
en general. Está tan enraizada en nuestro ser que aunque
pudiéramos instalarnos en otras coordenadas seguiríamos
alimentándonos de esos secretos temores que nos habitan.
Ninguna ha dejado de asumir esta condición de peligrosidad
y mal que bien hemos aprendido a movernos con ella, a soportar
de la manera menos traumática posible sus leyes y a disfrutar
de las miserables victorias personales y colectivas que nos podemos
permitir sin ponernos en situaciones de alto riesgo.
No podemos dejar de considerarla como imposición generalizada
y, sin embargo, para luchar en su contra tenemos que cortarla
a la medida de lo concreto y hablar de sus ocurrencias en los
espacios y tiempos en los que participamos. La intervención
de una mujer, feminista o no, en un Centro Social Okupado busca,
entre otras cosas, la creación de un espacio seguro, un
espacio de cuidado del propio cuerpo que anule la violencia y
la interiorización del peligro sexual. Y lo busca no por
vía de reglas, restricciones o dispositivos de vigilancia
sino que lo busca como sentido, como sensibilidad, como actitud
de toda la gente que lo habita. Por eso, lo más terrible
de que ocurran agresiones sexuales, aparte de la vivencia de la
que las sufre, es el sentimiento de todas no ya de constatar que
estas cosas pueden suceder --esto ya lo sabemos- sino de que no
se ha dado la actitud, el pensamiento y la acción que las
hace difíciles. Que no hemos sido capaces de poner por
delante esa disposición, la tensión colectiva y
cotidiana que hace, por un lado, que los agresores perciban de
inmediato que ahí no van a poder, que no es seguro y que
pueden salir muy mal parados y que las mujeres, por otro, lleguen
a sentir todo lo contrario, que ahí sí van a poder,
que van a sentirse seguras y respaldadas en todo momento.
De nada sirve repetir una y otra vez lo de que los espacios liberados
no son tales o que en las okupas se reproducen los mismos modelos
y bla, bla, bla. Seguir hablando en estos términos estimula
una paradoja bien estéril que se alimenta de la ilusión
de lo liberado, para chocarse con la triste y de sobra conocida
realidad, ejercer la denuncia pasado ya el momento de la autodefensa
y vuelta al principio. Aparte de reincidir en la moraleja de que
nada es lo que parece y afianzarnos en lo secundario de nuestros
problemas dentro de lo colectivo, este desplazamiento en el lenguaje
vale una mierda. Al despotenciar la diferencia del espacio e igualarlo
a cualquier otro nos negamos la oportunidad de construir esa diferencia
de un modo más dinámico saliendo de la oposición
liberadoes, espacio utópico inexistente para toda aquella
persona que esté en las nubes, y el resto del mundo, una
totalidad uniformizada hecha de casas, calles, ciudades y países
donde se actualiza lo mismo de lo mismo.
Para empezar habrá que idear formas concretas de comunicar
este sentido de cooperación para la libertad sexual sin
aconsejar a las mujeres mantenerse juntas o evitar lugares oscuros.
Habrá entonces que forzar lo existente e interrogar el
hábito. La visibilidad femenina y gay es un comienzo pero
hace falta más. Y es que, además, para hacerse presente
es necesaria cierta complicidad, no vamos a estar todo el día
con los guantes puestos o frecuentando los lugares liberados-que-no-lo-son.
La creación de este sentido pasa necesariamente por el
cuidado de las situaciones que producimos.
Todo esto surge al calor de la tremenda paliza-violación
que sufrió una chica hace no mucho en una fiesta en El
Laboratorio que, por cierto, a poco pasa sin pena sin ni gloria
a la historia de los incontrolables horrores a los que nos hemos
acostumbrado. Para que un Centro Social difiera de la calle (lo
suyo sería que transformara la calle) habrá que
ir pensando que en él no cabe todo el mundo. Y es que no
queremos ser compatibles con ciertos sujetos que desafortunadamente
a veces están demasiado cerca. Claro que los buenos modales,
en lo que a centros sociales y anti-sexismo se refiere, pueden
aprenderse y practicarse de manera airosa sin levantar demasiadas
sospechas pero incluso en estos casos quien así actúa
ha de sentirse incómodo, fuera de sitio o terriblemente
inclinado hacia la mutación.
Y ya que esta agresión ocurrió en una fiesta me
voy a referir a ellas y además con particular furia porque
siendo un acto colectivo para disfrutar las veo como el ejemplo
más claro de un montón de cosas que me revientan
y que nada tienen que ver con el tipo de lugar-momento en el que
me apetece estar. Y no es que todas las fiestas, conciertos y
demás sean iguales (estaría bien preguntar, sobretodo
a mujeres, qué sucede en las fiestas en las que nos sentimos
a gusto) pero ocurre que sí hemos estabilizado ciertos
hábitos de la pasti-party en los que impera la falta de
atención por la ocasión. En la fiesta en cuestión,
a cargo del afortunadamente extinto Proyecto Ruido [1],
a excepción del pasti-negocio y la decoración alucinante
nada mereció especial preparación o seguimiento.
Como la fiesta era grátix no había nadie en la puerta
encargado no ya de controlar quien entra, que también,
sino de expresar esa atención de la que hablaba: que hay
gente concreta detrás y delante del tinglado y que va a
responder o a organizar una respuesta ante posibles agresiones
u otras cosas menos terribles. Comunicar, en definitiva, que lo
que hay tiene una presencia hecha de gente interesada en lo que
sucede y que no se limita a generar algo y luego a ver que pasa.
Si no hay responsabilidad sobre lo que organizamos o lo que dejamos
organizar a colectivos de fuera, ¿de qué nos asustamos?
O si pensamos que no es posible ¿a qué hostias organizamos
nada? Y es que es muy duro estar todo el rato pendiente de las
miles de formas en que alguien puede faltar el respeto y no vamos
a estar acercándonos a toda persona susceptible de ser
víctima de abuso... no cuando el abuso ya se ha consolidado
como una cuestión individual (cada cual que se las apañe
como pueda y con quien pueda) por no decir normal.
Las consecuencias de dejar que las cosas sucedan sin más
ya las conocemos, por lo menos en El Laboratorio. Hay gente que
se ha aburrido o sentido sola al enfrentarse a movidas de todos
los colores pero esto tampoco ha sido suficiente para dar el salto
y poner esta cuestión en el punto de mira y recuperar así
un espacio que se ha ido perdiendo en lo anecdótico.
Nos hemos acostumbrado a las fiestas sin fin, sin hora vamos.
Perfectamente en sintonía con la agonía que nos
empuja a agotar los momentos sin reconocer principios ni finales.
A nadie apetece estar al loro o encargarse de hacer acabar lo
que sí se ha sabido empezar. Antes que cortar la historia
es mejor ver a la peña ir desapareciendo poco a poco por
agotamiento o acoplándose en algún rincón.
Así las cosas, la fiesta se convierte en la actividad más
sagrada del centro social. Pocas son las cosas que pueden llegar
a interrumpirla. Ni que lancen cocos, ni que le abran la cabeza
a alguien, ni que una mujer salga danzando al hospital. Bastante
paradójico es ya que mucha de la gente que asiste a las
fiestas no se entera de lo que en ellas sucede por muy llamativo
que sea, por ejemplo, alguien sangrando en mitad del patio y con
un ataque de nervios. En este sentido, hemos llegado al punto
de que la fiesta resulta incompatible con la posibilidad de comunicar,
decidir colectivamente y actuar. Para ello, acaso habría
que cortar la música e interrumpir el evento, hecho que
produciría una alarma innecesaria y todo eso.
Otra cuestión es el modo en que se afronta lo de ponerse.
Ahora se ha generalizado el argumento de que hay gente que va
toa puesta y no se entera y más que puesta lo que va es
idiotizada. Me resisto a creer que cuando una está puesta
no percibe lo que hay, más bien todo lo contrario, lo percibe
y con una nitidez que asusta porque la visión se anticipa,
se hace muy fina, tanto que se es capaz de leer movimientos imperceptibles,
gestos, actitudes que expresan formas de encontrarse en el mundo:
el miedo, la impotencia... Para muchas mujeres esto resulta bien
claro y es por ello que a veces cuando tomas algo proyectas y
experimentas las agresiones sexuales de lo micro. A veces hemos
preferido no mirar en cierta dirección, la verdad es que
no por ello hemos dejado de ver. Y ya que en cualquier caso vemos,
acaso sea mejor mirar de frente. Ya se sabe lo que duelen las
trampas que nos gastamos... Cuando no se puede o no se quiere
o una no se ve capaz de discernir lo que sucede a su alrededor
habrá que apostar por el contacto a no ser que se prefiera
apostar por la estupidez, en cuyo caso ya no hay más que
hablar.
Si esto es hábito habrá que entrar a saco por ahí
porque la denuncia a posteriori es insuficiente, nos puede dejar
mejor sabor de boca pero no vale para lo que viene después.
Otro salto que hay que hacer posible es la atención a la
mujer que ha sufrido la agresión. También ahí
hemos andado bien flojas. Primero, para entender y aprender sobre
cómo se experimenta la agresión. Para eso hay que
dejarse del una agresión es una agresión y punto
y no tener miedo al intercambio y al fantasma del morbo. Cuando
se producen agresiones hay que crear grupos de apoyo, de intermediación
y seguimiento porque una vez ocurrida la agresión, quien
la sufre sigue circulando por ahí y tiene mucho que digerir.
Nada de invisibilizar sino saber, conocer cómo se siente
la agredida, cómo define la violencia y actúa en
su contra, contra la violencia del momento y contra la de los
momentos posteriores. Enganchar con el ritmo y las exigencias
de quien la vive. La mediación con la colectividad que
es el Centro Social es importante como ejercicio contra el olvido
y por la actuación en positivo, por la recuperación
de un espacio maldito que ya no se desea pisar.
Repensar las definiciones desde esa actitud de escucha e intercambio
puede revelar algunos estereotipos interesantes sobre las agresiones
sexuales. Por ejemplo, qué ocurre cuando para la agredida
lo que se pone en primer plano no es la violación sino
el peligro de muerte o cuando actuar pasa por estrategias de autodefensa
tan inteligentes y espontáneas como fingir sometimiento
y complacencia ante una violencia desmesurada. ¿Vamos nosotras
ahí a hablar con nuestro lenguaje o a trazar un puente
real con la vivencia y los términos de quien tiene mucho
más que decir? Estaría bien poner en común
las subjetividades que se moviliza con todo esto.
Y más cosas. ¿Porqué se pregunta si realmente
se trata de violación y se insiste desde las mujeres que
sí, que lo que pasó es lo peor que podía
haber pasado? Probablemente porque con la fuerza de las palabras
se ha asumido una escala en los niveles de agresión que
encuentra en la penetración su máximo exponente
y que habría que redefinir, también para nosotras
mismas. Y es que prevenimos así la disminución inevitable
de lo ocurrido sin darnos cuenta de que presuponemos también
las clasificaciones y definiciones al uso. ¿Gritamos que
el sentimiento de vejación más terrible no siempre
es la penetración o seguimos dando alas a los mitos? Para
avanzar en esta dirección hace falta involucrar e involucrarse
con la mujer agredida.
Y luego, ¿cómo romper ya de una vez lo de que es
a nosotras a quien toca pelear esta cuestión dejando, de
paso, bien claro cual es nuestra área de intervención
en un Centro Social mixto? Pues claro que nos toca de cerca, también
nos toca la colectivización de una actitud distinta. La
que hace que las agresiones sexuales se conviertan en un asunto
del Centro Social en su conjunto, algo que merece muchísima
reflexión y actuación en común. Nuestra decisión,
la de las mujeres, de separación y acumulación de
iniciativas en este terreno tiene muchos aciertos pero también
tiene sus desaciertos, sobretodo a la hora de crear una práctica
general en contra del sexismo y las agresiones sexuales. Al menos
si no se anticipa y tiene en cuenta la parcialidad a la que terminamos
reduciendo, nosotras a la cabeza, la violencia contra las mujeres.
La mejor autodefensa, aparte de la que permite transformar la
autoestima en golpes certeros, es la que genera una disposición
colectiva en contra de las agresiones sexuales. La del golpe te
defiende, la otra te sitúa a ti, a tus compañeras
y a la comunidad en un espacio diferente
¡ATENCION
AGRESOR, MUJERES VIOLENTAS!
desde la Escalera Karakola, una ex-compañera del CSO El Laboratorio
--------------------
[1] sobre
el Proyecto Ruido, ver el documento
Fuera el Proyecto Ruido y sus acólit@s del Laboratorio,
en el archivo del CSOA El Laboratorio. [volver]
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