La sociedad del espectáculo, Guy Debord (1967)


Capítulo 3

Unidad y división en la apariencia


"Una animada polémica nueva se desarrolla en el pais en el frente de la filosofía, en relación a los conceptos "uno se divide en dos" y "dos se fusionan en uno". Este debate es una lucha entre los que están por y los que están contra la dialéctica meterialista, una lucha entre dos concepciones del mundo: la concepción proletaria y la concepción burguesa. Los que sostienen que "uno se divide en dos" es la ley fundamental de las cosas, se sitúan del lado de la dialéctica materialista: los que sostienen que la ley fundamental de las cosas es que "dos se fusionan en uno" están contra la dialéctica materialista. Ambos lados han dibujado una nítida linea de demarcación entre ellos y sus argumentos son diametralmente opuestos. Esta polémica refleja en el plano ideológico la aguda y compleja lucha de clases que se desarrolla en China y en el mundo."

Bandera Roja de Pekín, 21 septiembre 1964.

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El espectáculo, como la sociedad moderna, está a la vez unido y dividido. Como ella, edifica su unidad sobre el desgarramiento. Pero la contradicción, cuando emerge en el espectáculo, es a su vez contradicha por una inversión de su sentido; de forma que la división mostrada es unitaria, mientras que la unidad mostrada está dividida.

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Es la lucha de los poderes que se han constituido para la gestión del propio sistema socioeconómico la que se despliega como contradicción oficial, cuando corresponde de hecho a la unidad real; esto ocurre tanto a escala mundial como en el interior de cada nación.

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Las falsas luchas espectaculares entre formas rivales de poder separado son al mismo tiempo reales en cuanto expresan el desarrollo desigual y conflictivo del sistema, los intereses relativamente contradictorios de las clases o de las subdivisiones de clases que aceptan el sistema y definen su propia participación en su poder. Del mismo modo que el desarrollo de la economía más avanzada lo constituye el enfrentamiento de ciertas prioridades contra otras, la gestión totalitaria de la economía por una burocracia de Estado y la condición de los países que se han encontrado ubicados en la esfera de la colonización o semicolonización están definidas por considerables particularidades en las modalidades de producción y de poder. Estas diversas oposiciones pueden darse en el espectáculo según criterios totalmente diferentes, como formas de sociedad absolutamente distintas. Pero según su realidad efectiva de sectores particulares la verdad de su particularidad reside en el sistema universal que las contiene: en el movimiento único que ha hecho del planeta su campo, el capitalismo.

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La sociedad portadora del espectáculo no domina solamente por su hegemonía económica las regiones subdesarrolladas. Las domina en tanto que sociedad del espectáculo. Donde la base material todavía está ausente, la sociedad moderna ya ha invadido espectacularmente la superficie social de cada continente. Define el programa de una clase dirigente y preside su constitución. Así como presenta los seudobienes a codiciar ofrece a los revolucionarios locales los falsos modelos de la revolución. El espectáculo propio del poder burocrático que detentan algunos paises industriales forma parte precisamente del espectáculo total, como su seudonegación general y como su sostén. Si el espectáculo, contemplado en sus diversas localizaciones, pone en evidencia las especializaciones totalitarias de la palabra y de la administración social, éstas llegan a fundirse, al nivel del funcionamiento global del sistema, en una división mundial de tareas espectaculares.

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La división de las tareas espectaculares que conserva la generalidad del orden existente conserva principalmente el polo dominante de su desarrollo. La raíz del espectáculo está en el terreno de la economía que se ha vuelto de abundancia, y es de allí de donde proceden los frutos que tienden finalmente a dominar el mercado espectacular, a pesar de las barreras proteccionistas ideológico-policiales de no importa qué espectáculo local que pretenda ser autárquico.

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El movimiento de banalización que bajo las diversiones cambiantes del espectáculo domina mundialmente la sociedad moderna, la domina también en cada uno de los puntos donde el consumo desarrollado de mercancías ha multiplicado aparentemente los roles y los objetos a elegir. Las supervivencias de la religión y de la familia -que sigue siendo la forma principal de herencia del poder de clase-, y por lo tanto de la represión moral que ellas aseguran, puede combinarse como una misma cosa con la afirmación redundante del disfrute de este mundo, que precisamente se ha producido como seudodisfrute que esconde la represión. A la aceptación beata de lo que existe puede unirse también como una misma cosa la revuelta puramente espectacular: esto expresa el simple hecho de que la insatisfacción misma se ha convertido en una mercancía desde que la abundancia económica se ha sentido capaz de extender su producción hasta llegar a tratar una tal materia prima.

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Concentrando en ella la imagen de un rol posible, la vedette, representación espectacular del hombre viviente, concentra entonces esta banalidad. La condición de vedette es la especialización de lo vivido aparente, el objeto de la identificación en la vida aparente sin profundidad que debe compensar el desmenuzamiento de las especializaciones productivas efectivamente vividas. Las vedettes existen para representar diferentes estilos de vida y de comprensión de la sociedad, libres de ejercerse globalmente. Encarnan el resultado inaccesible del trabajo social, remedando subproductos de este trabajo que son mágicamente transferidos por encima de él como su finalidad: el poder y las vacaciones, la decisión y el consumo que están al principio y al final de un proceso indiscutido. Allí, es el poder gubernamental quien se personaliza en seudo-vedette; aquí es la vedette del consumo quien se hace plebiscitar como seudo-poder sobre lo vivido. Pero así como las actividades de la vedette no son realmente globales, tampoco son variadas.

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El agente del espectáculo puesto en escena como vedette es lo contrario al individuo, el enemigo del individuo en sí mismo tan claramente como en los otros. Desfilando en el espectáculo como modelo de identificación, ha renunciado a toda cualidad autónoma para identificarse con la ley general de la obediencia al curso de las cosas. La vedette del consumo, aun siendo exteriormente la representación de diferentes tipos de personalidad, muestra a cada uno de estos tipos teniendo igualmente acceso a la totalidad del consumo y encontrando una felicidad semejante. La vedette de la decisión debe poseer el stock completo de lo que ha sido admitido como cualidades humanas. Así las divergencias oficiales se anulan entre sí por el parecido oficial, que es la presuposición de su excelencia en todo. Khruchtchev se convirtió en general para decidir sobre la batalla de Kursch no sobre el terreno, sino en el vigésimo aniversario, cuando se encontraba de jefe de Estado. Kennedy siguió siendo orador hasta pronunciar su elogio sobre su propia tumba, puesto que Theodore Sorensen continuó hasta ese momento redactando los discursos para el sucesor en ese estilo que tanto había servido para hacer reconocer la personalidad del desaparecido. Las personalidades admirables en quienes se personifica el sistema son bien conocidas por no ser lo que son; han llegado a ser grandes hombres descendiendo por debajo de la más mínima vida individual, y todos lo saben.

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La falsa elección en la abundancia espectacular, elección que reside tanto en la yuxtaposición de espectáculos concurrentes y solidarios como en la yuxtaposición de roles (significados y contenidos principalmente en los objetos) que son exclusivos y están a la vez imbricados, se desarrolla como lucha de cualidades fantasmagóricas destinadas a apasionar la adhesión a la trivialidad cuantitativa. Así renacen falsas oposiciones arcaicas, regionalismos o racismos encargados de transfigurar en superioridad ontológica fantástica la vulgaridad de los lugares jerárquicos en el consumo. Así se recompone la interminable serie de enfrentamientos ridículos que movilizan un interés sublúdico, desde el deporte de competición hasta las elecciones. Donde se ha instalado el consumo abundante, una oposición espectacular principal entre jóvenes y adultos proyecta en primer plano los falsos roles; puesto que en ninguna parte existe el adulto, dueño de su vida, y la juventud, el cambio de lo existente, no es en modo alguno propiedad de quienes son ahora jóvenes, sino del sistema económico, el dinamismo del capitalismo. Son las cosas las que reinan y son jóvenes; las que se desplazan y se reemplazan a sí mismas.

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Es la unidad de la miseria lo que se oculta bajo las oposiciones espectaculares. Si las distintas formas de la misma alienación se combaten con el pretexto de la elección total es porque todas ellas se edifican sobre las contradicciones reales reprimidas. Según las necesidades del estadio particular de miseria que desmiente y mantiene, el espectáculo existe bajo una forma concentrada o bajo una forma difusa. En ambos casos, no es más que una imagen de unificación dichosa, rodeada de desolación y espanto, en el centro tranquilo de la desdicha.

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El espectáculo concentrado pertenece esencialmente al capitalismo burocrático, aunque pueda ser importando como técnica del poder estatal en economías mixtas más atrasadas o en ciertos momentos de crisis del capitalismo avanzado. La propiedad burocrática está en efecto ella misma concentrada en el sentido de que el burócrata individual no se relaciona con la posesión de la economía global más que como intermediario de la comunidad burocrática, en tanto que miembro de esta comunidad. Por otro lado la producción de mercancías, menos desarrollada, se presenta también bajo una forma concentrada: la mercancía que la burocracia retiene es el trabajo social total, y lo que ella revende a la sociedad es su subsistencia en bloque. La dictadura de la economía burocrática no puede dejar a las masas explotadas ningún margen notable de elección, puesto que ha debido elegir todo por sí misma, y cualquier otra elección exterior, ya se refiera a la alimentación o a la música, es ya por consiguiente la elección de su destrucción total. Debe acompañarse de una violencia permanente. La imagen compuesta de bien, en su espectáculo, acoge la totalidad de lo que existe oficialmente y se concentra normalmente en un solo hombre, que es el garante de su cohesión totalitaria. Cada uno debe identificarse mágicamente con esta vedette absoluta o desaparecer. Porque se trata del amo de su no-consumo y de la imagen heroica de un sentido aceptable para la explotación absoluta que es, de hecho, la acumulación primitiva acelerada por el terror. Si cada chino debe aprender a Mao, y ser así Mao, es porque no puede ser otra cosa. Allí donde domina lo espectacular concentrado domina también la policía.

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Lo espectacular difuso acompaña a la abundancia de mercancías, al desarrollo no perturbado del capitalismo moderno. Aquí cada mercancía se justifica por separado en nombre de la grandeza de la producción total de objetos, de la que el espectáculo es el catálogo apologético. Afirmaciones inconciliables disputan sobre la escena del espectáculo unificado de la economía abundante, igual que las diferentes mercancías-vedettes sostienen simultáneamente sus proyectos contradictorios de organización de la sociedad; donde el espectáculo de los automóviles requiere una circulación perfecta que destruye las viejas ciudades, el espectáculo de la ciudad misma necesita a su vez barrios-museos. En consecuencia, la satisfacción ya de por sí problemática que se atribuye al consumo del conjunto queda inmediatamente falsificada puesto que el consumidor real no puede tocar directamente más que una sucesión de fragmentos de esta felicidad mercantil, fragmentos en los que la calidad atribuida al conjunto está siempre evidentemente ausente.

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Cada mercancía determinada lucha por sí misma, no puede reconocer a las otras, pretende imponerse en todas partes como si fuera la única. El espectáculo es entonces el canto épico de esta confrontación, que ninguna desilusión podría concluir. El espectáculo no canta a los hombres y sus armas, sino a las mercancías y sus pasiones. En esta lucha ciega cada mercancía, en la medida de su pasión, realiza de hecho en la inconsciencia algo más elevado: el devenir mundo de la mercancía que es también el devenir mercancía del mundo. Así, por una astucia de la razón mercantil, lo particular de la mercancía se desgasta combatiendo, mientras que la forma-mercancía va hacia su realización absoluta.

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La satisfacción que la mercancía abundante ya no puede brindar a través de su uso pasa a ser buscada en el reconocimiento de su valor en tanto que mercancía: es el uso de la mercancía que se basta a sí mismo; y para el consumidor, la efusión religiosa hacia la libertad soberana de la mercancía. Olas de entusiasmo por un determinado producto, apoyado y difundido por todos los medios de información, se propagan así con gran intensidad. Un estilo de ropa sacado de una película; una revista lanza clubs, que a su vez lanzan diversas panoplias. El gadget expresa el hecho de que, en el momento en que la masa de mercancías se desliza hacia la aberración, lo aberrante mismo deviene una mercancía especial. En los llaveros publicitarios, por ejemplo, que no son ya productos sino regalos suplementarios que acompañan prestigiosos objetos vendidos o que se producen para el intercambio en su propia esfera, se reconoce la manifestación de un abandono místico a la trascendencia de la mercancía. Quien colecciona los llaveros que han sido fabricados para ser coleccionados acumula las indulgencias de la mercancía, un signo glorioso de su presencia real entre sus fieles. El hombre reificado exhibe con ostentación la prueba de su intimidad con la mercancía. Como en los éxtasis de las convulsiones o los milagros del viejo fetichismo religioso, el fetichismo de la mercancía alcanza momentos de excitación ferviente. El único uso que se expresa aquí también es el uso fundamental de la sumisión.

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Sin duda, la seudo-necesidad impuesta en el consumo moderno no puede contrastarse con ninguna necesidad o deseo auténtico que no esté él mismo conformado por la sociedad y su historia. Pero la mercancía abundante está allí como la ruptura absoluta de un desarrollo orgánico de las necesidades sociales. Su acumulación mecánica libera un artificial ilimitado, ante el que el deseo viviente queda desarmado. La potencia acumulativa de un artificial independiente lleva consigo por todas partes la falsificación de la vida social.

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En la imagen de la unificación dichosa de la sociedad por medio del consumo, la división real está solamente suspendida hasta el próximo no-cumplimiento en lo consumible. Cada producto particular que debe representar la esperanza de un atajo fulgurante para acceder por fin a la tierra prometida del consumo total es presentado ceremoniosamente a su vez como la singularidad decisiva. Pero como en el caso de la moda instantánea de nombres de pila aparentemente aristocráticos que terminan llevando casi todos los individuos de la misma edad, el objeto al que se supone un poder singular sólo pudo ser propuesto a la devoción de las masas porque había sido difundido en un número lo bastante grande de ejemplares para hacerlo consumible masivamente. El carácter prestigioso de este producto cualquiera procede de haber ocupado durante un momento el centro de la vida social, como el misterio revelado de la finalidad última de la producción. El objeto que era prestigioso en el espectáculo se vuelve vulgar desde el momento en que entra en casa de este consumidor, al tiempo que en la de todos los demás. Revela demasiado tarde su pobreza esencial, que asimila naturalmente de la miseria de su producción. Pero ya es otro objeto el que lleva la justificación del sistema y exige ser reconocido.

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La impostura de la satisfacción debe denunciarse a sí misma reemplazándose, siguiendo el cambio de los productos y de las condiciones generales de la producción. Lo que afirmó con la más perfecta imprudencia su excelencia definitiva cambia sin embargo en el espectáculo difuso, aunque también en el concentrado, y es únicamente el sistema el que debe continuar: tanto Stalin como la mercancía pasada de moda son denunciados por los mismos que los impusieron. Cada nueva mentira de la publicidad es también la confesión de su mentira precedente. Cada desplome de una figura del poder totalitario revela la comunidad ilusoria que la apoyaba unánimemente, y que no era más que un aglomerado de soledades sin ilusión.

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Lo que el espectáculo ofrece como perpetuo se funda sobre el cambio y debe cambiar con su base. El espectáculo es absolutamente dogmático y al mismo tiempo no puede desembocar realmente en ningún dogma sólido. Nada se detiene para él; éste es su estado natural y a la vez lo más contrario a su inclinación.

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La unidad irreal que proclama el espectáculo enmascara la división de clases sobre la que reposa la unidad real del modo de producción capitalista. Lo que obliga a los productores a participar en la edificación del mundo es también lo que los separa. Lo que pone en relación a los hombres liberados de sus limitaciones locales y nacionales es también lo que les aleja. Lo que obliga a profundizar en lo racional es también lo que da pábulo a lo irracional de la explotación jerárquica y de la represión. Lo que hace el poder abstracto de la sociedad hace su no-libertad concreta.

Guy Debord: La sociedad del espectáculo. Trad. Revisada por Maldeojo para el Archivo Situacionista (1998).


4. El proletariado como objeto y como representación

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