Politizar la tristeza

 

 

 

     

     A más de cinco años de los sucesos insurreccionales de aquel diciembre argentino del 2001, constatamos hasta qué punto fueron variando nuestras interpretaciones y estados anímicos en torno a aquel acontecimiento. La tristeza fue el sentimiento que acompañó, para muchos de nosotros, una fase de este sinuoso devenir. Este texto intenta rescatar un momento de la elaboración de “esa tristeza” con una doble intención. Por un lado: mostrar que referirse a un proceso abierto implica ir más allá de las nociones de “victora y derrota” propias del ciclo anterior de politización, caracterizado por la toma del poder del estado como último horizonte emancipador. Por otro: compartir un procedimiento que nos permitió, en determinado momento, “volver público” lo que era un sentimiento íntimo de personas y grupos, como vía de reencuentro con nuestra apuesta al proceso histórico en curso. La difusión de este texto es un momento relevante en la construcción de esa publicidad.

La tristeza llegó luego del acontecimiento: a la fiesta política –de lenguajes, de imágenes, de movimientos– le siguió una dinámica reactiva, dispersiva. Y, junto con ella, lo que entonces se vivió como una disminución de las capacidades de apertura e innovación que aquel acontecimiento había puesto en juego. A la experiencia de invención social (que implica siempre también la invención del tiempo) le sucedió un momento de normalización. Se declaró el “final de fiesta” y se le puso fecha de vencimiento a la “excepcionalidad” vivida. Según Spinoza, la tristeza consiste en un estar separados respecto de nuestras potencias, respecto de lo que podemos. Entre nosotros la tristeza política tomó muchas veces la forma de impotencia y melancolía ante la creciente distancia entre aquel experimento social y la imaginación política capaz de desarrollarlo.

Politizar la tristeza resume como consigna una intención de resistencia: reelaborar lo iluminado por aquel experimento colectivo bajo una nueva dinámica de lo público, ya que lejos de haberse retraído o interrumpido, el proceso abierto entonces subyace como dilema en los rasgos de la Argentina actual. De allí que, en este contexto y bajo esa consigna, nos reunimos –los días lunes durante varias semanas de fines del 2005– un conjunto diverso de colectivos que teníamos en común la experiencia de transversalidad política vivida en Argentina en los últimos años: el Grupo de Arte Callejero (GAC), la comunidad educativa Creciendo Juntos, los Movimiento de Trabajadores Desocupados (MTD) de los barrios de Solano y Guernica, el colectivo de comunicación lavaca y el Colectivo Situaciones.

La curiosidad de los compañeros de "what is to be done?" nos llevó a reencontrarnos con las transcripciones de aquellos encuentros, realizados hace más de un año atrás. De allí extrajimos, primero, una serie de mecanismos de generalización de la tristeza, en conexión con los poderes que la organizan (I. La tristeza política); y luego, las cualidades de una recomposición capaz de resistirla (II. Politizar la tristeza). Al escribir este texto narramos inevitablemente desde nuestra propia perspectiva lo entonces discutido, lo cual implica –también inevitablemente– hacerlo al calor de una dinámica que continua en marcha.

I. La tristeza política

1. Se impone la lógica de los especialistas. “Si haces política, hacé política y si te dedicás al arte, no hagas política, porque en el arte estamos quienes manejamos el lenguaje visual, la estética, y podemos decir qué es arte y qué no lo es”. El mismo tipo de frontera se impone desde las ciencias sociales y la filosofía: hay que distinguir quiénes son aptos para inventar conceptos y hacer uso legítimo de la investigación social, y quiénes se dedican a la “propaganda política”. El especialista funciona por categorizaciones que tienen el efecto de “separar” y descontextualizar lo que se produce para subsumirlo en el lenguaje cerrado de un “campo” que se pretende autónomo y específico. Así, tras una época de “desorden”, las categorías de los especialistas llegan para restaurar y resucitar las clasificaciones que –apuestan– nunca se disuelven del todo. El especialista exige tomar distancia de la experiencia vivida, porque en ese desapego aparece su propia “capacidad crítica”. El análisis que realiza prescinde de las operaciones políticas que dieron lugar a una obra, una consigna o un movimiento. El efecto es de despolitización.

También están los expertos de la política, que organizan el desorden en un sentido opuesto: “si no tenés una estrategia definida de poder, ‘lo tuyo’ no es política, sino ‘activismo social’, asistencialismo, periodismo, contracultura, etc.”. Así, se confunde intencionalmente la hibridación que toda creación de nuevas figuras políticas supone, con una fiesta de disfraces luego de la cual los viejos poderes clasificatorios vuelven a distribuir uniformes.

Sin embargo, la hibridación supone cierta irreversibilidad: un hacer social que no acepta una inscripción subordinada dentro del juego de las nuevas gobernabilidades ni su reducción a mero objeto de estudio; una modalidad de la investigación micropolítica que resiste convertirse en doctrina; un modo de expresión callejera que hace estallar un nuevo canon fashion; o formas de comunicación que desisten reencauzarse hacia una renovada servidumbre en los grandes medios.

2. Repetición sin diferencia. Las claves de la productividad (expresiva y organizativa) alcanzada en un momento de efervescencia creativa (como el que conocimos en torno al 2001) habilita “fusiones” personales y grupales y mezclas de lenguajes en las que ya no importa tanto la autoría de lo que va surgiendo, como hasta qué punto las energías cuajan. Esas efectividades –aún cuando pueden revivirse una y mil veces– no resisten su repetición fuera de las situaciones en que arraiga su sentido, sin convertirse en fórmula. La tristeza surge con la constatación de este desarraigo, pero se perfecciona como política cuando la pura repetición se cristaliza y consagra como fórmula a la espera de aplicación. Lo que se congela en este automatismo de la fórmula es nuestra propia capacidad de temporalizar el proceso. Si crear tiempo consiste en abrir posibilidades, la tristeza política suele operar impidiendo elaborar lo vivido como posibilidad presente y futura. Lo pasado-vivo se cristaliza interrumpiendo su elaboración como memoria política. La melancolía nos paraliza bloqueando toda relación virtuosa entre lo pasado-vivido y el presente en tanto posibilidad. Lo que en su momento fue invención, se desfigura luego en molde y mandato.

3. La duración como criterio de validez. Una pregunta que recorrió los años 2001-2003 fue cómo se relacionaban los grupos y movimientos entre sí, a qué tipo de tareas conjuntas se llegaba por fusión y cuáles no permitían esa flexibilidad de conexión. En cada grupo o colectivo (artístico, político, social, etc.) surgió la interrogación por las prácticas que se desarrollaban más allá de sí mismos, en un afuera común. Una idea clave para habilitar esos encuentros fue la del “tercer-grupo”: agrupamientos por tareas que indiferenciaban grupos a la vez que los asociaban en verdaderos laboratorios de imagen, palabra y organización. La tristeza, en su afán de simplificación, concluye que la finitud temporal de la experimentación alcanza para desestimar su valor, invisibilizando ese “afuera común” vislumbrado, así como los procedimientos destinados a darle forma; disipando, con ello, el sentido más profundo del proceso.

4. Desprecio por la socialización de la producción. “La obra no es patrimonio del que la produce”, “cualquiera puede producir imágenes o conceptos, afectos o formas de lucha, medios de comunicación y vías de expresión”. Estos enunciados tuvieron sentido mientras una suerte de producción colectiva impersonal logró difundir procedimientos y socializar experiencias de creación. Una lógica del “contagio” impregna en determinados momentos las formas de lucha, el plano de las imágenes y de la investigación, cuestionando el control que las empresas y sus marcas despliegan sobre el campo de los signos. La reacción normalizadora llega luego para gobernar esta expansión virósica, recodificando las significaciones circulantes y retomando el mando sobre ellas.

Asistieron a la normalización, en este nivel, diversos procedimientos:

a. El vaciamiento de las consignas colectivas por la vía de la literalización (recorte violento de sus virtualidades). Por ejemplo, el “que se vayan todos”, de diciembre del 2001;

b. La atribución de un sentido escondido, producto de la “manipulación”, como hábito de lectura de los fenómenos de creación colectiva (“detrás de cada tendencia autónoma y horizontal no hay más que una astucia de poder...” o, toda movilización “en apariencia espontánea” encuentra su “verdad oculta” en los poderes que las “digitan” desde las sombras);

c. los prejuicios más habituales del “economicismo reactivo”, expresado en mil frases del tipo: “los piqueteros sólo quieren conseguir dinero sin trabajar”, “la clase media sólo sale a la calle si le tocan el bolsillo”, y todos los modos de reducción del juego subjetivo a la crisis financiera;

d. la subestimación de la hibridación creativa, siempre leída como carencia de especificidad de campo, y no como condición inventiva de figuras y procedimientos;

e. la identificación mecánica de lo “micro” con lo “chico”, juicio a priori según el cual las formas concretas de la revuelta son identificadas con un momento previo, local, excepcional y recortado respecto de una realidad “macro” (“mayor”), que debe ser administrada según las pautas que brotan de la hegemonía capitalista y sus sistemas de sobrecodificación.

5. Las máquinas de captura. El clásico dilema sobre las instituciones –¿participar o sustraerse?– fue en cierto modo superado en el momento de mayor energía social. Los recursos que los colectivos y movimientos arrancaron a las instituciones no dictaminaban el “sentido” ni de su uso ni de su funcionamiento. Por el contrario: pasaban a ser engranajes de una máquina diferente, que revestía de un sentido otro a la forma de relacionarse con esas instituciones, sin ingenuidad, verificando prácticamente cómo esa dinámica dependía de una relación de fuerzas. El surgimiento de toda esta serie de procedimientos extrainstitucionales, simultáneo al momento de mayor presencia y palabra de los movimientos en la escena pública, aspiró a una democratización radical de la relación entre dinámica creativa e institución, sentido y recursos. Las instituciones que intentaron registrar el significado de esas novedades no fueron más allá, en general, de una renovación parcial: no tanto por negar los procedimientos puestos en juego por los movimientos y colectivos, como por olvidar las implicancias reorganizadoras de la dinámica institucional que tales instancias procuraban; no tanto por intentar donar un sentido contrario a las aspiraciones de los movimientos, como por la subestimación del plano mismo de los movimientos como lugar en el que se plantean problemas relativos a la producción de sentido.

6. La autonomía como corset. Hasta cierto momento la autonomía fue un cuasi equivalente de transversalidad entre colectivos, movimientos y personas. Esa resonancia positiva funcionaba como superficie de desarrollo de un diálogo instituyente por fuera del consenso del capital y los “amos” alternativos de los aparatos partidarios. Pero la autonomía, una vez convertida en doctrina, se insensibiliza respecto de la transversalidad de la que se nutre y a la que debe su potencia real. Cuando la autonomía se transforma en una moral y/o en una línea política restringida, se ahoga en una particularidad estrecha y pierde su condición de apertura e innovación. Para los grupos y movimientos autónomos la tristeza aparece como amenaza de cooptación o abandono de la búsqueda. También como culpabilización por lo que no hicieron, por lo que “no fueron capaces”, o justamente por ese devenir paradójico de la normalización, que trae como consecuencia un cierto modo de resentimiento.

7. La vedetización abrupta. La performance de masas que supuso el estallido del contrapoder en Argentina de fines del 2001 vino acompañada de un violento cambio de mapa respecto de quiénes eran los actores relevantes, pero también de los parámetros para comprender y tratar con este nuevo protagonismo social. La espectacularización (tal vez inevitable) espectaculariza: instituye vedettes y establece voces reconocidas. La relación consumista con las zonas “calientes” de conflicto condujo a un brutal cambio de clima, en el que los colectivos y movimientos pasaron de ser observados, aplaudidos, acompañados y señalados, a ser repentinamente ignorados e incluso despreciados, lo que se suele vivir con una mezcla de soledad extrema, decepción y culpabilidad.

II. Politizar la tristeza

Politizar la tristeza no quiere decir, como podría interpretarse, pensar y hablar “de” ella, sino partir de su realidad: “en” y “contra” ella. Una política “en” la tristeza no puede ser concebida como una política triste. Justo lo contrario de una política falsamente festiva, en realidad sórdida, y esencialmente melancólica, la politización de la tristeza busca enfrentar la tristeza con la alegría de la politización: un ejercicio de reapropiación y reinterpretación de lo hecho hasta aquí como proceso y no como mera facticidad que se nos impone. El contenido de esta búsqueda puede ser expuesto en algunos puntos:

1. Una nueva intimidad capaz de sostener una re-combinación entre acción más espontánea e inmediata y proyectos que requieren de un mayor sostén en el tiempo y que demandan un cotidiano más cuidadoso, en el cual sea posible escuchar y ser escuchado incluso cuando las coincidencias de percepción resultan más oscilantes. Se trata de conquistar una mayor soberanía sobre dimensiones de la vida diaria y colectiva capaz de elaborar, en la tranquilidad, una renovación de la coordinación entre niveles temporales y existenciales.

2. Elaborar el acontecimiento a la luz de la memoria como potencia. Lo pasado cargado de potencia es un terreno abierto a las interpretaciones más diversas. No se trata de abanderarse en él, y quedar a la expectativa de una repetición literal, sino de elaborarlo como fuente de inspiración y saberes en la búsqueda constante de nuevas aperturas. El proceso no finaliza en derrotas y victorias, pero nosotros sí podemos quedar congelados y apartados de su dinámica. Aprender a desarmar las formas y fórmulas, antaño exitosas, no puede significar un fenómeno del orden del arrepentimiento o de la simulación. Al contrario, “soltar” la forma de la que nos agarramos en la melancolía sólo puede resultar saludable al interior de una renovación de la apuesta al proceso que exige despertar la sensibilidad y la intuición de posibilidades. Soltar una forma sólo puede querer decir, entonces, recuperarlas todas como posibilidades; armarse de una auténtica memoria política.

3. Sin victimismos. Afrontar la tristeza permite formulaciones que la vieja “derrota” obturaba: si la derrota nos quitaba de juego por un largo período (el del “triunfo de los otros”, los capitalistas y los represores), la tristeza –más humilde– sólo señala nuestra desconexión momentánea en un proceso dinámico, que no tiene por qué ser pensado como fase larga (de estabilización) periódicamente interrumpida (por las crisis de dominación), sino más bien como proceso continuo, permanentemente atravesado y atravesable por la lucha política. ¡Claro que el poder entristece! Pero, por eso mismo, la política en proceso desobedece, se reintegra en la propia potencia (por mínima que sea). Si la tristeza es ante todo interrupción del proceso, no cabe entonces el victimismo, que es un modo de acomodarse en ella. La tristeza no es sólo política del poder, sino –y sobre todo– la circunstancia en que las políticas del poder adquieren poder.

4. Potencia de la abstención. Si la potencia del hacer se verifica en la soberanía democrática que logramos actualizar en ella, la prudencia de la politización de la tristeza tal vez pueda comprenderse como un “abstenerse” en el que la quietud y aparente pasividad conservan radicalmente su contenido activo, subjetivo. Un “prefiriría-no-hacerlo” que no se identifica con un mero abandono a las fuerzas retrógadas que se ciernen sobre el mundo, sino –al contrario– como modo de la prudencia que consiste en no renunciar a darse tiempos, palabras y formas propias. Una disponibilidad contra todo pronóstico y “a pesar de todo”. No un dejarse estar, sino todo lo contrario: una aparente inmutabilidad que nos evita ser arrastrados o simplemente conquistados, y que requiere por tanto de un pensamiento atento y ágil.

5. Nuevos espacios públicos. La existencia pública se instituye inevitablemente en el modo en que aparecemos, y un aparecer que interroga es un aparecer radicalmente político. E incluso allí, en las apariciones, cabe distinguir entre preguntas presuntuosas, y aquellas otras que buscan realmente comprender las dinámicas de los procesos. La institución de espacios públicos donde aparezcamos con nuestras verdaderas preguntas, dispuestos a escuchar el contenido de las situaciones, no requiere de condiciones excepcionales, pero sí de una institución no estatal de lo colectivo. Se trata, en todos los casos, de lo que las Mujeres Creando llaman “políticas concretas”, en cuyas dinámicas hemos podido reecontrarnos durante el último año. Elaborar lo público no estatal e investigar las formas de su institución son modos concretos de no quedar atrapados en la distribución de lugares que la normalización pretende imponer.

6. La reelaboración de lo colectivo. Lo colectivo como premisa y no como sentido o punto de llegada: es decir, no tanto como subsistencia de una forma de intervención determinada y adecuada a un período, sino también como ese “resto” que surge de un esfuerzo de escucha y traducción renovadas. No sólo como coordinación de actividades y consignas, sino también como condición cuidada para el despliegue de una nueva percepción, sin esquemas a priori sobre las formas mismas del agrupamiento. Lo colectivo como nivel de la producción política, como desarrollo de la cooperación, y a la vez como mutuo acompañarse en la experiencia. Tampoco se trata de fórmulas de grupo, sino de elaborar claves y preguntas, intervenir sobre las situaciones para reelaborar, en fin, lo colectivo mismo. Lo colectivo-comunitario es siempre un desafío de apertura respecto del mundo. No meramente un mirar al “exterior”, en los términos de la topología clásica dentro-afuera, que distinguiría un “adentro comunitario” y un “afuera exterior”, sino más bien lo colectivo como complicidad en la aventura de convertirse en una interfase situacional en el mundo. Los colectivos, no tanto como grupos de agitación (o en su opuesto, de autoayuda) sino como instancias vivas de elaboración. No tanto un activismo del moverse, cuanto una nueva eficacia en la participación, con tonos variados y variables, del proceso.

III. Pensar la transformación del momento y el “reconocimiento”

Para terminar, una hipótesis: la dinámica en curso da lugar a lo que podríamos llamar una “nueva gobernabilidad” (nuevos mecanismos de legitimidad de las élites, pero también innovaciones en los modos de concebir la relación entre gobierno y movimientos; entre política internacional y política “interna”; nueva orientación de integración regional y multilateralismo global). Prolongar la tristeza redunda en un aislamiento respecto de esta nueva fase del proceso.

En tanto “traducción” del acontecimiento, la “nueva gobernabilidad” distribuye reconocimientos a las dinámicas instituyentes y abre espacios de juego inimaginados en la fase anterior del neoliberalismo puro y duro. Sin embargo, este reconocimiento se da de un modo formal y limitado; a veces, incluso, sólo como astucia táctica para prolongar viejas estructuras y concepciones. La ambivalencia de la situación actual se expresa en que de manera simultánea existe un reconocimiento de las dinámicas colectivas instituyentes y un esfuerzo por controlarlas y redireccionarlas. No hay lugar para el sentimiento de “éxito” por lo primero, ni de “fracaso” por lo segundo. Con la deriva que va de la tristeza política a la politización de la tristeza intentamos inventar modos de asumir los dilemas que se nos abren ante el riesgo siempre presente de perdernos en los binarismos fijos, y por tanto ilusorios, que se nos aparecen como victoria-derrota, éxito-fracaso. Paolo Virno resumió lo que se abre ahora ante nosotros: en el más allá de la oscilación viciada entre cooptación y marginalización se juega la posibilidad de una “nueva madurez”.

Colectivo Situaciones

Buenos Aires, 13 de febrero de 2007

 

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